La Europa mediterránea es la gran excepción al dominio de los factores humanos en el proceso de conversión de un territorio en producto turístico y el clima, con la singularidad del verano seco, tiene mucho que ver. Esta afirmación nos lleva a un concepto importante: la estacionalidad. España es una potencia turística del más alto nivel, pero no escapa a esa estacionalidad. A pesar de sus muchos otros atractivos y ventajas, millones nos visitan por nuestro sol y playas, como vimos la semana pasada. Y no es que lo hagamos mal. La propia gráfica del turismo mundial internacional muestra la misma estacionalidad. Pero si bajamos al nivel autonómico, el proceso afecta más a algunos territorios y casi es insignificante en otros. Dos autonomías superaron en 2017 los 20 millones de viajeros, Cataluña y Andalucía. Y otras cuatro quedaron por encima del umbral de los 10 millones: Canarias, Madrid, Baleares y Comunidad Valenciana. Obviando la capital, en todas se puede deducir un peso destacado del clima en sus atractivos turísticos: mares y ambientes cálidos. Y la mayoría tienen su curva mensual marcada por la estacionalidad. Es especialmente llamativa en Cataluña y las Baleares, pero mientras Cataluña mantiene un turismo invernal de al menos 1 millón de viajeros por mes, en Baleares, entre noviembre y marzo, las cifras se desploman. Andalucía calca su curva a la catalana, pero su pico estival es menor. La estacionalidad es menor en la Comunidad Valenciana, pero es prácticamente inexistente en las otras dos regiones y por motivos distintos: Madrid, sin mar ni playa, escapa a los vicios del turismo heliotalasotrópico, obviamente determinado por el sol y las temperaturas. Mientras, las Islas afortunadas reflejan su condición de paraíso tropical incluso en pleno invierno.