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Con gusto

Franceses de verdad

Más pronto que tarde veréis rodar la cabeza de Emmanuel Macron y rodará tan bien que, como en aquella memorable novela de Chester Himes, adelantará a la chica del patinete.

La guerrilla de los chalecos amarillos no sólo ha asediado Paris, sino que ha aprendido a decir mentiras, como los fabricantes de coches que falsean el software que expresa las emisiones para que huelan a limpio, como un auto nuevo. Gracias a los pocos medios que se han atrevido a publicar reportajes sobre esta rebelión ciudadana, sabemos que hay entre ellos votantes de Le Pen, pero también de Macron (arrepentidos) y rebeldes con causa como los que amasaron multitudes el 15-M, un capital social despilfarrado en parte por la cúpula de Podemos y sus incesantes quisicosas.

Dicen, los rebeldes mestizos, que más contaminan otros. Y que están hartos de pagar impuestos (con eso funciona el gigantesco sector público francés, ¿no?), aunque tienen razón al señalar que los más ricos no los pagan. Ya puede Macron sugerir fluctuaciones bursátiles en el precio del gas oil o aprobar una moratoria de seis meses para el nuevo impuesto, no todos juegan a la Bolsa.

Veo las caras de los rebeldes transversales y asoma la gente de verdad. Los que se abrigan con chamarras y gorros de lana, los que conducen furgonetas reventadas, los que tienen que decidir entre arreglar su vehículo o el frigorífico donde guardan el paté y los quesos de leche cruda, que se estropean con solo mirarlos. Gente real y harta, expulsada de las ciudades por la especulación de la vivienda y que, si coge el coche, le esperan los radares, las multas, el cinturón obligatorio, la ITV y los flics. Gente que se calienta el cuerpo con café (malo, no hay bueno en Francia) y unos tragos de blanc o de rouge (de eso, sobra). No tienen la elegancia épico-militar de los bolcheviques y a Macron deben parecerle salauds de pauvres. Un amasijo impuro alumbrado por toda clase de madres, un precipitado sin pedigrí, una tosca coalición de humillados que cantan La Marsellesa, yo me fijaría en su letra. Decía Adorno: la burguesía vivió lo suficiente para corromper a sus hijos.

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