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Frágil

Nuestros padres y nuestros abuelos lo sabían, pero nosotros lo hemos olvidado: la democracia es frágil, muy frágil. Y nuestras madres y nuestras abuelas -y bisabuelas- lo sabían mucho mejor que ellos: la democracia es tan frágil que ellas ni siquiera habían tenido derecho a voto en los escasos momentos en que los varones pudieron votar, a lo largo del siglo XIX y el siglo XX, en ese extraño país que llamamos España. Las mujeres pudieron votar por vez primera en 1933, y luego en febrero de 1936 -sólo en dos elecciones-, pero después se produjo el salvaje golpe militar y se acabó la democracia. Los varones, es cierto, tampoco pudieron votar durante todos los años de la dictadura, pero al menos tenían unos privilegios -por escasos que fueran- que las mujeres nunca tuvieron.

La generación de quienes vivieron la guerra civil cuando eran niños casi nunca se quejó -eran gente que había aprendido a vivir resistiéndolo casi todo-, pero cuando llegó la democracia, a finales de los 70, se dieron cuenta de que les había pillado ya muy mayores y de que lo mejor de la vida ya se les había escapado. En casi todos los hogares españoles, en los años de la Transición, padres y madres se pusieron un día a hablar con sus hijos. Los hijos, como todos los hijos, no querían escuchar porque creían saberlo todo y estaban convencidos de que no necesitaban oír los consejos de nadie. Los consejos, además, eran fascistas y burgueses, cosa de viejos, cosa de curas. Pero los padres, en un momento u otro, les hicieron ver a sus hijos lo afortunados que eran: “Qué suerte tenéis los jóvenes, que vais a poder votar y vivir en libertad, y qué mala suerte hemos tenido nosotros”. Mi padre me lo dijo una noche, mientras mirábamos el agua negra del Sena en el parque diminuto que los parisinos llaman “le Vert-Galant”, cuando se acababa de aprobar la Constitución del 78: “Qué suerte tienes. Yo tengo 50 años y tú tienes 20. Yo voy de retirada y tú empiezas. Tú te haces mayor de edad y ya puedes votar. Yo me hice mayor de edad cuando nadie se planteaba que algún día podría votar, ni aunque llegase a vivir cien años”.

Cuanto más se habla de imponer la memoria de la Historia por decreto, más se olvida la memoria personal, la memoria de quienes vivieron antes que nosotros y tuvieron que enfrentarse a cosas muchos más duras y más terribles que las que hemos vivido nosotros. Las personas que habían vivido y sufrido la guerra civil no querían abrir la boca cuando salía el tema, pero nosotros -que no la vivimos-, y la gente más joven que nosotros -que ni siquiera sabe lo que es una dictadura- se pasa la vida discutiendo sobre hechos y sobre sucesos que ninguno de nosotros sería capaz de imaginar. Y en cierta medida, lo mismo pasa con la democracia. Cada vez hay más gente que la desprecia o que la considera un fracaso, una burla, una estafa. En China sólo existe la libertad económica que permite explotar y sangrar a los empleados y a los trabajadores, pero nadie sueña siquiera con vivir en democracia algún día, como le pasaba a mi padre cuando cumplió los 21 años -la mayoría de edad entonces- y se dio cuenta de que durante toda su vida iba a tener que vivir igual, sin derechos civiles, sin libertad de pensamiento, sin ninguna clase de garantía democrática. Gracias a que en China no hay democracia de ninguna clase, el gobierno puede tomar decisiones estratégicas -a treinta o incluso a cincuenta años vista- que están permitiendo a los chinos invertir en los recursos más importantes. Los chinos se están quedando con media África, con los puertos mejor situados, con la tecnología más innovadora y con las explotaciones más rentables. Mientras nosotros hablamos de inmigración y derechos, ellos compran, invierten y explotan. Hasta tienen investigadores que aseguran haber modificado por primera vez los genes de un bebé. Cuando llegue el día en que podamos encargar un ADN para nuestros hijos -y ese día llegará-, todas las patentes estarán en poder de los chinos.

Si digo esto es porque la democracia no significa nada para la potencia que va a dominar el mundo dentro de diez o quince años, si es que no lo domina ya. Es posible que la democracia desaparezca algún día y que nadie la recuerde, salvo los historiadores y los arqueólogos que también recuerdan la Asiria de Asurbanípal o la Gran Muralla de los emperadores Ming. Puede ser. Quizá nadie lo lamente, quizá nadie la eche de menos, salvo aquellos -tan pocos y en tan pocos lugares del mundo- que la pudieron disfrutar. Pero los que la hemos conocido y sabemos todo lo que vale, esos pocos privilegiados que aún vivimos, empezamos a temblar cuando ocurre algo como lo que ocurrió el martes pasado en la sede de este periódico: el día, sí, en que un juez envió a la policía a requisar los teléfonos y los ordenadores de un periodista.

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