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A vuelapluma

Alfons Garcia

Morir de elogios

Ha tenido que venir el presidente de AVE, la entidad que reúne a los empresarios valencianos más influyentes, para definir mejor que muchos politólogos y analistas la experiencia de estos tres años de gobierno tripartito (o casi) del Botànic. Ha dicho Vicente Boluda en la comida navideña del lobby, cuando las buenas viandas desenredan las lenguas, que Ximo Puig ha dado «paz y sosiego» y que la vicepresidenta, Mónica Oltra, «hace su papel», pero está «tranquila y moderada». No es poco después de la catilinaria que la líder de Compromís dejó a los empresarios en su último almuerzo privado. Boluda viene a reconocer que ejerce «su papel» de contrapeso en el Consell, pero dentro de un orden.

El dibujo de la situación del gobierno realizado por el naviero significa el éxito de Puig en una de sus obsesiones: presidir un ejecutivo que no dé miedo al mundo del dinero y no transmitir la imagen de un gobierno de radicales, clave de la caída de otros bipartitos y tripartitos escorados a la izquierda, de los que el abanico de ejemplos es amplio. Lo más sorprendente, y casi extraño, es la estabilidad: haber podido mantener esa estrategia durante casi cuatro años sin fracturas internas. Conflictos los ha habido, y algunos de ellos han quedado a la vista: vivo y coleando está el de Puerto Mediterráneo. Incluso algunas salidas de tono han venido bien al president para reforzar su imagen de moderado. Pero al final los incendios se han ido sofocando. Algún día se hará justicia con los gabinetes de Puig y Oltra por esa función tan quijotesca y útil de desfacer entuertos.

Siempre es buen momento para un elogio, pero no sé hasta qué punto estarán contentos en el Palau con que el presidente de AVE proclame que está «encantado» con el gobierno valenciano. El riesgo es ofrecer la imagen de un ejecutivo que satisface a los grandes empresarios cuando existen colectivos sociales (y políticos) interesados en extender a este lado de la frontera las protestas de los chalecos amarillos en Francia.

Lo más llamativo del caso francés (y extensible al brexit o a la victoria de Trump) es la incapacidad de los gobernantes para predecir estos estallidos de indignación colectiva (sin causa concreta aparente) y su prepotencia y soberbia a la hora de abordarlos. Hasta que ya no les queda otra que asumir su derrota (les pasó a David Cameron y al dúo Obama/Clinton) o, en un último gesto desesperado, pedir perdón por su insolencia, como ha hecho Macron.

A pesar de la nefasta situación financiera de la Generalitat (bastante peor que la de Cataluña), no hay síntomas en la C. Valenciana de una calentura social como para provocar un estallido de incontrolables proporciones, pero conviene observar que estos movimientos fertilizan hoy en día sin una semilla ideológica, son transversales políticamente y se expanden a la velocidad de la luz. El fenómeno Vox es un indicio de que sobre la base simple de la insatisfacción con el conflicto catalán y el miedo al extranjero se puede levantar un monstruo.

Puig hablaba esta semana de que el brexit o los chalecos amarillos son fruto de la pérdida del equilibrio social. Y del mal de altura que suele afectar a los gobernantes cuando llevan un tiempo en sus bruñidas torres de marfil, me atrevo a completar. Puig, de momento, ha dejado claro que el crecimiento de la economía y la creación de empleo son los primeros objetivos de su gobierno, pero no hasta el punto de una bajada masiva de impuestos complaciente con el gremio de la corbata y los gemelos.

En todo caso, el principal riesgo para Puig y Oltra durante los próximos meses es que no se hable ni de economía ni de eliminación de copagos y mucho menos de leyes sociales; que todo eso quede para discursos en las Corts y otros foros impolutos, y que el debate en la calle y la nueva vía pública (y poco limpia) de las redes sociales sea inmigración y Cataluña. En ese terreno de juego la derecha tiene todo a su favor: su capacidad de mudar de piel es mucho mayor.

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