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Huawei o el síndrome del futuro capitalista

En el vórtice de la València comercial, del privilegiado chaflán de la calle Ruzafa con General Sanmartín, pende una gigantesca lona publicitaria. Cubre una de las últimas arquitecturas de Javier Goerlich, un edificio de aires decó que se vislumbra abierto en el encuentro de las grandes vías. La lona es enorme, debe sobrepasar los veinte metros de altura por más de una docena de ancho, y anuncia Huawei, la empresa china de teléfonos móviles que compite con Apple y los grandes fabricantes japoneses.

Huawei domina el paisaje urbano de València mientras una de sus principales directivas, la directora financiera e hija del fundador y presidente de la compañía, era detenida en Vancouver atendiendo a una petición de la fiscalía de Estados Unidos, que la acusa de haber vulnerado el embargo a Irán. Pamemas. No obstante, el episodio ha hecho caer las bolsas occidentales toda la semana ante el temor a un recrudecimiento de la guerra comercial entre el presidente norteamericano Donald Trump y la China comunista, una guerra en la que se han vuelto las tornas históricas: EE UU defiende el proteccionismo y los chinos la libertad mercantil.

No es lo que trasluce, desde luego. Los expertos nos advierten de una batalla soterrada de mayor calado en la que se está jugando la supremacía mundial. Bill Clinton lo diría así: «Es la tecnología, idiotas». En efecto, ya en febrero del año pasado, el divulgador científico Adolfo Plasencia publicaba un esclarecedor artículo sobre las estrategias tecnológicas del gobierno chino: tras décadas de deslocalización industrial de Occidente en favor de Asia, la transferencia de conocimientos hacia el Pacífico es un hecho, lo que sumado a una política de incentivos a sus propias empresas por parte de las autoridades chinas y a las conexiones multifuncionales entre las citadas empresas y el gobierno, incluyendo la dación de datos, proporciona a China las condiciones de comandar los próximos saltos cualitativos en la era tecnológica, en especial la carrera de la inteligencia artificial y el control del big data.

Mientras esto ocurre, Occidente se pregunta qué pasa con sus democracias que ven peligrar sus estados de bienestar y la alternancia tradicional en el poder político ante la furibunda reaparición del populismo antiglobalizador que, a tantos, les recuerda los fascismos de entreguerras. La situación europea se vuelve un cóctel preocupante si añadimos ingredientes como el particularismo británico, las belicosas relaciones de Rusia con su eximperio eslavo, el rebrote independentista catalán, las oleadas de migrantes o los episodios terroristas de yihadismo irredento. Para acabar de complicarlo, al líder de la tercera vía, el europeísta liberal Emmanuel Macron, le ha respondido un movimiento inclasificado de chalecos amarillos€

Buena parte de los síntomas citados responden a la degradación de las clases medias occidentales, cuyo desarrollo y confort fue la clave de la larga época de paz y prosperidad en Europa desde el final de las carnicerías en la guerras mundiales. Paralelamente, son los gigantes asiáticos los que encabezan la creación de clases medias en las dos últimas décadas, amén de nutrir multimillonarios que se dedican a comprar clubes de fútbol o visitar las mejores boutiques y clínicas de salud en el viejo continente.

A esta inestabilidad responde el pensamiento socialdemócrata clásico atribuyendo al liberalismo desregulador todos los males sobrevenidos. El historiador Tony Judd fue el primero en descargar culpabilidades sobre la revolución capitalista de Margaret Thatcher y Ronald Reagan. Más recientemente, Sami Nair y otros subrayan el aumento de las desigualdades sociales como responsable de la indomable crisis actual. Economistas como Piketty, Krugman o Stiglitz cuestionan la falta de control sobre los mercados y la timidez en la implementación de políticas públicas de estimulación así como de reequilibrio social.

Pero aunque es cierto el aumento de las diferencias de riqueza, las cifras señalan, en cambio, que la ola neoliberal trajo el mayor crecimiento económico en términos absolutos de Pib y renta per cápita que jamás se haya conocido, y que fue un abuso de naturaleza casi social -la concesión de créditos hipotecarios a la población con menor poder adquisitivo-, lo que provocó el penúltimo crash económico: las subprime que arrastraron a Lehman Brothers, pincharon la burbuja inmobiliaria y dejaron al sector financiero con el agua al cuello. ¿Acaso el crédito bancario no es política social? ¿En qué quedamos?

Crecimiento económico y expansión globalizadora se han retroalimentado a lo largo del último medio siglo, y es el enorme poder de seducción de esa fórmula lo que produce los movimientos migratorios. Así que el análisis debería reorientarse: Occidente acaso esté en crisis porque no puede rivalizar en precios con los productos asiáticos, porque su mano de obra menos cualificada no puede competir con los emigrantes y porque -más importante todavía- la actividad económica, incluyendo el entretenimiento y la vida personal, se ha digitalizado y absorbido por las nuevas tecnologías, multiplicando productividad y recortando plantillas de modo exponencial, ahora y en el futuro inmediato.

No se trata, pues, de culpabilizar a los mercados, sino de repensar un nuevo mundo que requiere otros desafíos, como el fin -o al menos la limitación- del trabajo humano, el desarrollo desigual de las naciones o el crecimiento ad infinitum de los costes sociales y sanitarios de una demografía desbocada y una población envejecida€ sin olvidarnos del hipotético colapso medioambiental y los efectos del cambio climático. Conviene, en este punto, defender la vertiente ética de los negocios que siempre han abanderado los socialdemócratas, pero recordemos también que esa ética no ha de predicarse, sino sustanciarse en leyes y buenas prácticas de gobierno tal como Karl Popper postulaba. Leyes antitrust, antimonopolio o antiusura existen desde hace lustros, y han sido los capitalistas Estados Unidos los principales difusores de las mismas. Se trata de aplicarlas con sabiduría y sin prejuicios ideológicos.

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