A mí me parecía imposible diseñar una celebración laica de la Navidad, esto es, sin Belenes ni villancicos y destinada únicamente a ensalzar las virtudes del inminente solsticio de invierno. Sin embargo, salta a la vista que está llamada a convertirse en el enésimo logro de la modernidad, en dura pugna con los bautizos y las Primeras Comuniones civiles, fenómenos también de reciente creación y que, en boca de sus inventores, consisten en unas fiestas de glorificación de la infancia y de la adolescencia.

Sin embargo, da la impresión de que en el fondo de estas novedosas alternativas subyace una intensa presión por parte de algunos representantes políticos y sociales cuyo objetivo prioritario consiste en eliminar de la vida pública toda referencia religiosa y construir otra sociedad en la que no exista tiempo ni lugar para dioses, en particular para el Dios de los cristianos (a todas luces, el que más incomoda). Afirman que es «lo propio» en un Estado laico, la condictio sine qua non para poder vivir en paz dentro de una comunidad plural en la que cada uno mostrará o no su fe de puertas para adentro, en la intimidad del hogar, cual catacumba romana de nuevo cuño. Paradójicamente, el artículo 16.3 de nuestra vigente Constitución desactiva tal argumento al establecer que el Estado español es aconfesional, concepto que, tal y como aprendí años ha en la Facultad de Derecho, no es sinónimo de laico. La aconfesionalidad de un Estado alude a la no profesión por parte del mismo de una religión propia, para así poder proteger y fomentar las religiones que libremente quieran profesar sus ciudadanos. Ello se explica porque ninguna sociedad es aconfesional, de suerte que sus miembros pueden ejercer, entre otras, la libertad religiosa -que incluye poder manifestarse y actuar públicamente según las propias convicciones, siempre con el debido respeto y bajo el estricto cumplimiento de la legalidad-.

De otra parte, la laicidad se fundamenta en la distinción entre el plano secular y el plano religioso, y promueve la autonomía de la esfera civil y política respecto de la religiosa y eclesiástica. Por lo tanto, no quiere decir en absoluto que el Estado deba desentenderse por completo del fenómeno religioso. Más bien, si pretende ser verdaderamente democrático, deberá reconocer y garantizar a la ciudadanía un sistema de libertades públicas que incluyan la ideológica y la de la formación moral, de acuerdo con las propias convicciones. Cuestión distinta es que ciertos gobernantes asuman la opción del laicismo (que nada tiene que ver con la laicidad y que sacrifica por el camino una deseable neutralidad) y traten de imponerla a través de algunas decisiones, como mínimo, discutibles.

Porque el laicismo es un ideología cuya componente de hostilidad o, en el mejor de los casos, de indiferencia, choca frontalmente con la idea de libertad religiosa. Según sus defensores, lo religioso, en el caso de no extirparse de raíz, debe quedar confinado a ese ámbito de privacidad (a este paso, casi de clandestinidad) al que aludía anteriormente. Pero eso sería tanto como aceptar que lo público se agota en lo estatal y, por fortuna, no es verdad. Existen múltiples realidades públicas que exceden a las estatales. Negarlo es no admitir la distinción misma entre sociedad y Estado y abrazar una concepción totalitaria de éste. Es obvio que se puede garantizar a toda persona el ejercicio de su religión a través de las correspondientes manifestaciones asociadas, sin poner por ello en riesgo la independencia del Estado. Lo que no parece de recibo es esta actual cruzada en contra de algunos actos tan tradicionales como la colocación de un Belén municipal o el ensayo de villancicos en una escuela con el argumento de que alguien pueda sentirse ofendido o marginado. Tal vez deberíamos dar una tregua a tanta susceptibilidad, siquiera en tiempo de Navidad.