La Constitución española de 1978 que cumple ahora 40 años, se abre en su artículo 2 con la afirmación de la «indisoluble» unidad de la Nación española… y también «reconoce y garantiza el derecho a la autonomía de las nacionalidades y regiones que la integran y la solidaridad entre todas ellas». La solidaridad es, pues, el engarce entre la unidad y la autonomía.

No se trata solo de un brindis al sol, sino que la Constitución busca en artículos posteriores la forma de hacer efectiva esa solidaridad y entendemos que es una guía de conducta, tanto para las instituciones como para las personas. Así, en el artículo 138.1, se dice que «el Estado garantiza la realización efectiva del principio de solidaridad consagrado en el artículo 2 de la Constitución, velando por el establecimiento de un equilibrio económico adecuado y justo entre las diversas partes del territorio español, y atendiendo en particular a las circunstancias del hecho insular».

Más adelante, en el artículo 158.2, se afirma que «con el fin de corregir desequilibrios económicos interterritoriales y hacer efectivo el principio de solidaridad, se constituirá un Fondo de Compensación, con destino a gastos de inversión, cuyos recursos serán distribuidos por las Cortes Generales entre las Comunidades Autónomas y provincias, en su caso» (para regular estos Fondos se aprobaron leyes en 1990 y 1994, reformadas por la Ley 22/2001).

Sería deseable que, a partir de estas regulaciones constitucionales y legales, se aplicaran políticas públicas, enérgicas a favor de reducir la brecha de las desigualdades y perseguir ese equilibrio de equidad entre las personas y los territorios de nuestro país.

No se trata solo de estos mecanismos institucionales sino del fomento de una verdadera voluntad de apoyo mutuo y reciprocidad, como la que, a veces, surge en la respuesta emocionada ante graves catástrofes, pero que fuera una solidaridad cotidiana y tranquila, inculcada en la educación, tanto en las relaciones entre personas como entre territorios. Pensemos lo incomprensible de esas dificultades para el trasvase de agua desde territorios que a menudo sufren efectos devastadores, de tremendas inundaciones, pero se niegan a dar agua a otros territorios de sequias prolongadas.

El principio solidario tiene también una consideración de límite negativo para el ejercicio de las competencias de cada institución estatal, que están obligadas a actuar desde el respeto a los intereses del conjunto, y ello obliga tanto al Estado como a las Comunidades Autónomas, para corregir esos desequilibrios interterritoriales.

Recordemos que en el funcionamiento de la Unión Europea, el principio de solidaridad ha sido muy efectivo, con medidas muy precisas, para que los países con mayores niveles de renta, permitieran reglas para ayudas de los fondos europeos a los menos desarrollados y durante mucho tiempo España ha sido beneficiaria de este criterio, junto a otros países del sur y también Irlanda.

En el campo de los Derechos, ocurre algo parecido. Nos encontramos ante una exacerbada exigencia excesivamente individualista, muchas veces proyectada en indemnizaciones por daños a derechos subjetivos que se priorizan sobre cualquier otro interés.

Hay que tener presente también, la defensa de derechos colectivos y difusos en beneficio de la naturaleza, el medio ambiente, la paz y el desarrollo. No es débil el sistema de derechos y garantías de nuestra Constitución. Olvidamos, sin embargo, muy frecuentemente los deberes y responsabilidades de las personas y ciudadanos que debería ser un contrapunto de reciprocidad necesaria.

Este año en València se celebra otro aniversario, sobre el que ha habido la llamado conspiración del silencio. Me refiero a la Declaración de Responsabilidades y Deberes Humanos, aprobada hace 20 años en nuestra ciudad, con el apoyo de la UNESCO y de la Fundación Valencia-III Milenio (1998). Fue promovida por el Ayuntamiento de aquella época y, tal vez, el que fuera de otro signo político, explica ese olvido y ese silencio (¿O será también que los deberes y las responsabilidades no están de moda y es preferible olvidarlos?).

En un trabajo mío de hace tiempo sobre la civilización de sujetos éticos, recordaba el juramento que los médicos aún dicen practicar y que fue elaborado por Hipócrates, medico griego, 400 años a. C, hace, pues casi 2.500 años. En el mismo se exige la fidelidad en la enseñanza a los alumnos, de acuerdo con el mejor saber y entender, y el mejor tratamiento en el bien de los enfermos, aplicar el precio justo, sin especular, abstenerse de injusticia involuntaria y corrupción, confidencialidad sobre la vida de los pacientes. Aquellos medico realizaban un juramento ante Apolo, de cumplir tales obligaciones y serían, de hacerlo, recompensados y honrados por los hombres, y lo contrario, si lo quebrantaban.

En cualquier oficio, profesión y actividad, se puede aplicar un juramente semejante, y, en suma, establecer una red de deberes recíprocos, de donde emergerían de forma natural, la plena vigencia de nuestros derechos. Sería la mejor garantía de esos derechos.

La exigencia de una educación sobre estos valores y principios, sobre esa exigencia de responsabilidad y sentido del deber, sobre el rigor en nuestra actividad personal, profesional y cívica y que se haga desde la cooperación en vez desde la competencia agresiva y el fomento de la codicia, es un desafío del rearme moral imprescindible en la hora actual. También recordar a nuestros alumnos, el mérito del esfuerzo, y no la indolencia, es otra exigencia muy necesaria. Fomentar, pues, todo ello sería el mejor homenaje a nuestra Constitución en este aniversario.

Y debemos recordar el valor de la perduración de las Constituciones frente a la frivolidad y el frenesí de los cambios irresponsables. Hagamos pequeños ajustes, pero estemos orgullosos de la capacidad de permanencia de nuestra Carta Magna.

A la vez, debemos mirar hacia el futuro y su mejoría, pero no quedar empantanados en ese «resentimiento en la moral» (Max Scheler dixit) de los que solo quieren hurgar en el ajuste de cuentas del pasado. La Constitución de 1978 y la Transición Política desde entonces fue fruto de la generosidad recíproca entre diversos protagonistas, de signos muy variados, pero que les unía, en lo fundamental, la esperanza de construir un país mejor para todos, sin volver la mirada hacia atrás.