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Ïnsulas e ínfulas

El Reino Unido retrocede desde los umbrales de Europa como consecuencia de una decisión insensata que solo puede conducir a la incertidumbre y al descrédito del país. Corresponde ahora desandar el largo camino emprendido hacia una Europa unida que los británicos habían recorrido con excesivas prevenciones y un proverbial euroescepticismo.

Theresa May, sumamente debilitada, ha superado in extremis una moción de censura y llama a las puertas de Europa para obtener un gesto, unas garantías legales y políticas que le permitan convencer a los parlamentarios británicos de las bondades del pacto sobre el brexit alcanzado tras una ardua negociación. La oposición de Westminster al citado acuerdo ha obligado a posponer una votación que previsiblemente habría rechazado el compromiso europeo.

En esta tesitura, es esperanzador comprobar la respuesta unánime y contundente de la Unión Europea. No es posible sentarse a negociar un nuevo acuerdo, se dice tajantemente. Según aseveran los mandatarios europeos, el marco jurídico establecido es definitivo y solo cabe alguna discusión política, cierto margen de interpretación, si bien de índole menor, pues estando el problema en Londres, la solución no puede venir de Bruselas, se afirma. Ciertamente, no se entendería una cesión a las pretensiones británicas y no a las españolas sobre Gibraltar, por poner un enojoso ejemplo. En todo caso, la Comisión Europea ha anunciado que dará a conocer en breve los planes de contingencia dispuestos para afrontar un brexit sin acuerdo, una hipótesis, aunque indeseada, nada remota que va cobrando peso a medida que transcurre el tiempo y no se disipa la indefinición británica.

El Reino Unido, aislado por sus mares, antaño metrópoli poderosa, dueña de un imperio, donante magnánimo del vigoroso idioma que se ha impuesto como vehículo ecuménico de comunicación, ha mirado al continente a lo largo de los siglos desde su atalaya insular con una desconfianza paulatina. Así, en la negativa parlamentaria al acuerdo, subyace, tal vez, un cierto complejo de superioridad sobre Europa, a la que no puede plegarse en una suerte de capitulación humillante, principalmente, en lo relativo a la frontera entre Irlanda e Irlanda del Norte. La distancia que la insularidad propicia y ese renovado espíritu de potencia llamada a regir todavía los destinos del mundo, de la mano del país angloparlante más poderoso, revelan la resistencia a aceptar el pacto sobre el brexit, acordado unánimemente por los veintisiete países de la Unión Europea.

Acaso convenga recordar que hubo un tiempo remoto en que no reinaba sobre Britania Su Graciosa Majestad Isabel II, sino los emperadores romanos, que Claudio, el primero de ellos, complacido por la conquista, puso su nombre a su hijo Británico, y que la espléndida City se asienta sobre las ruinas de la ciudad romana de Londinium. La provincia de Britania, poblada por los antiguos britanos, ocupaba gran parte de la isla de Gran Bretaña, hasta el Muro de Adriano y, más tarde, hasta el de Antonino, que la delimitaban. Entonces, como ahora, las fronteras establecían la división entre el bien y el mal.

En la actualidad, Londres, se había convertido de facto en la capital de Europa, una miscelánea integradora y pujante que representaba, precisamente, la esencia del eurocentrismo, en la más pura acepción del término.

El severo embate del brexit contra la Unión Europea y sus perniciosas consecuencias, trae a la memoria los duros reproches que León Felipe vertió en su poema Inglaterra con los impecables versos, Tienes parada la Historia de Occidente hace más de tres siglos y encadenado a Don Quijote / Tienes desde hace mucho tiempo las llaves de todos los postigos de Europa.

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