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El reloj de Bezos

Hubo un tiempo en que el reloj de pared ocupaba un lugar de honor en nuestros hogares. Mi padre se disgustó cuando supo que su madre no le había dejado en herencia su reloj de campana. Yo me deprimí cuando el relojero desahució el reloj de bolsillo, y con tapa, de mi abuelo: se paró para siempre.

Mis hijos no tienen reloj. ¿Para qué? El móvil -reloj, linterna, despertador, espejo y hasta teléfono- es la navaja suiza que cubre todas las necesidades. Mis hijos sólo conocen la hora digital. ¿Cuándo vuelves? Sobre las 23.15. ¿A las once y cuarto? Sí, eso. Nos hemos pasado la vida pendientes de un reloj: el del cierre -que presidía las redacciones-, el de fichar y hasta el que te regalaría la empresa si llegabas a la jubilación… Lástima que ese rasgo de generosidad y humanismo capitalista también se lo llevaran los recortes.

Nunca se me olvidará el mote que me pusieron mis compañeros de fotocomposición por mis urgencias: Guirigay. Ante mi intriga, un día me explicaron la historia. Guirigay era como llamaban al regente de una importante imprenta de Madrid en los años setenta. Ya entonces, el tiempo era muy importante en los periódicos. El retraso de un minuto podía llevar a la catástrofe: perder los correos. Y eso provocaba agrias disputas sobre la hora en los diferentes departamentos. Guirigay estaba obsesionado con que todos los relojes -la redacción, el taller, la rotativa- marcaran la misma hora. Nunca lo consiguió. Cuando por fin ponía la hora correcta en el último, el primero ya se le había desajustado. Su obsesión se descontroló hasta el punto de que -según contaban- fue internado en el manicomio de Ciempozuelos, donde murió desolado sin lograr su objetivo en la vida.

El dueño de Amazon se ha empeñado en construir el reloj de los 10.000 años, la edad de nuestra civilización

A Guirigay le pasaba lo mismo que Immanuel Kant, ese filósofo alemán obsesionado por el tiempo. Era tan precisa su rutina -todavía lo recordaba Savater la pasada semana-, que sus vecinos ponían sus relojes en hora cuando paseaba por delante de sus casas -indefectiblemente- siempre a la misma hora exacta. Esos mismos vecinos de Kaliningrado -hoy Rusia y antes Konisberg, Prusia-, quieren derribar ahora su estatua y borrar todo rastro del ilustre pensador.

Cosas del atrasado reloj nacionalista. Quedan algunos momentos puntuales en los que el reloj vuelve a ser protagonista en nuestras vidas. El lunes, sin ir más lejos, estaremos pendientes del reloj cuando vayan a dar las 00.00 del martes, día 1, y entremos en 2019. En marzo volveremos a estarlo cuando cambien la hora, y discutiremos de nuevo sobre su conveniencia. Cual día de la marmota, maldeciremos una vez más cuando tengamos que ir cambiando la hora en los relojes en los que todavía no se cambia sola. La hora -el tiempo- juega un papel esencial para ordenar y comprender nuestras vidas. No es de extrañar que Jeff Bezos, dueño de Amazon y uno de esos nuevos magnates digitales, se haya empeñado en construir el reloj de los 10.000 años. ¿Por qué 10.000 años? Porque esa es aproximadamente la edad que tiene nuestra civilización y el millonario quiere lanzar la gorra otro tanto hacia adelante. No es una quimera. La construcción ya avanza a buen ritmo en el interior de un monte al oeste de Texas. Se ha calculado que en esa cueva se dan las circunstancias idóneas para que el aparato pueda sobrevivir a todo tipo de futuras catástrofes. El fin del reloj -además del deseo de llamar la atención y de trascender- es abrir una reflexión en la humanidad sobre si somos -seremos- buenos antepasados. Incluso un miembro del equipo se ha atrevido a decir que si una obra nuestra dura 10.000 años, nosotros estaremos durando otro tanto. Nada nuevo, como los egipcios con las pirámides o los chinos con la muralla. Pero quizá el efecto más alentador sea que reflexionemos sobre nuestra cerrazón cortoplacista y nuestra estrechez de miras -como los vecinos nacionalistas de Kant- y seamos capaces de ver un poco más allá de nuestras narices. Si esperamos mucho, se nos va a hacer tarde.

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