Tras conocer la muerte de Laura Luelmo, bajé al Capri a tomar un café. Allí estaba Sonia, una mujer de mi pueblo, cabreada con la vida y amiga de los gintonics. El sonido de los cubitos se convirtió, por un instante, en el testigo del diálogo. Un diálogo sobre mujeres asesinadas en la última década. Siento vergüenza de ser hombre, le dije a Sonia. Una vergüenza enorme por compartir este rasgo con el resto de asesinos.

La violencia de género, salvo casos contados con los dedos de la mano, tiene que ver con los hombres. Son los hombres, maldita sea, quienes asesinan. Todos los hombres no son malos, cierto. Pero son ellos -y no ellas- quienes manchan de sangre el vuelo de las palomas. No sé si habrá algún fundamento biológico, o antropológico, que explique esta realidad. Pero, lo cierto y verdad, es que existe desigualdad en la cuestión de matar. Una desigualdad que, desde la crítica, debemos analizar para que, de una vez por todas, el hombre deje de asesinar.

Si existiera el botón de la certeza, la vida sería un camino de rosas sin riesgo de piedras y púas en el suelo. Pero como desgraciadamente tal botón no existe, el paso por la senda se convierte en un cúmulo de aciertos y errores. Solamente, a través de la intuición y la razón podemos, de alguna manera, alejarnos del peligro. Un peligro, en forma de miradas y sensaciones, que activa los mecanismos del miedo y nos prepara para la huida. Ese miedo, biológico o aprendido, es la herramienta que tenemos los humanos para sobrevivir en la selva de los malvados. Si no fuera por el miedo a lo desconocido, a lo extraño, a los lugares oscuros, al silencio de la noche y a todo lo que consideramos anómalo; nuestra esperanza de vida disminuiría por el crecimiento de las conductas delictivas. Gracias a ese miedo, los humanos se convierten en animales prudentes. Animales que huyen cuando oyen a los lejos el rugido de los leones. Solamente, los más fuertes, son los que pasan por el bosque como si fueran elefantes ante la mirada de los depredadores.

El cúmulo de asesinatos, en los últimos años, ha insuflado el miedo a millones de mujeres. Aunque muertes como las de Laura Luelmo, Sandra Palo y Diana Quer, entre otras, sean casos aislados; lo triste y repugnante es que detrás de cada una hay un hombre que mata. Y lo hace por la satisfacción del instinto animal. Un instinto salvaje que no respeta la libertad y la integridad de la mujer. Ante esta realidad de salvajismo masculino en pleno siglo XXI, los políticos deben actuar. Se deben endurecer las condenas de privación de libertad, cultivar la defensa personal en las aulas españolas y establecer la «educación para la seguridad de la mujer», como asignatura transversal. Se debería crear, en los registros civiles, la categoría de «ciudadanos potencialmente peligrosos». Dentro de ella estarían todos los violadores y asesinos de mujeres que, tras el cumplimiento de sus penas, andan sueltos por la calle. Y, por último, sería necesaria una reforma de las leyes de vivienda. Sería conveniente que en los registros mercantiles se exigieran certificados de antecedentes penales para, de alguna manera, conocer a ciencia cierta los lugares de riesgo delictivo.