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¿Monarquía o República?

Una reciente encuesta entre alumnos de la Universidad Politécnica de València arrojaba un resultado desolador para los partidarios de la monarquía en España. El experimento demoscópico entre los aspirantes a ingenieros y demás tecnocracias situaba a los republicanos por encima del 90% de los votos contabilizados. El sondeo, claro está, carecía del mínimo rigor pero ha servido para pulsar en trazo grueso el estado de opinión al respecto de la forma de organización del Estado entre la población juvenil, esa que el marketing considera «sobradamente preparada», siquiera sea por la cantidad de titulaciones y cursos de idiomas que acumula.

El asunto no pasaría de un mero ejercicio anecdótico si no fuera porque el actual monarca de los españoles, Felipe VI de Borbón y Grecia, centró su discurso navideño en el público joven durante el preámbulo de la tradicional Nochebuena, auditorio novicio al que aduló una vez más por su buena formación al tiempo que se solidarizaba con aquellos que padecen las penalidades del actual mercado laboral. Por lo que se denota, tanto Zarzuela como Moncloa están alarmados ante la deriva juvenil antimonárquica.

Y no es para menos. Hace escasos meses, a mediados del otoño, otra organización que se nutre de la franja juvenil, Podemos, hacía pública otra encuesta encargada por su dirección sobre idéntica materia. La indagación podemista concluía que el 54% del electorado español está a favor de un referéndum para elegir entre Monarquía y República. El mismo estudio, en cambio, no subrayaba el hecho de que más de un cuarto de los encuestados no tenía ni idea sobre el asunto. De entre los que se pronunciaban, ganaban los republicanos por un margen algo menor de la proporción 2 a 1.

Podemos resucitaba la cuestión aprovechando otras encuestas previas que alertaban sobre el descenso de popularidad de nuestra monarquía -entre las peor valoradas de Europa-, así como la cercanía a la conmemoración del 40 aniversario de la Constitución del 78, tan denostada por las huestes de Pablo Iglesias. Sobre el debate constitucional sorprendió a propios y extraños el programa tertuliano organizado por À Punt no mucho tiempo después, en el que prácticamente todos sus invitados defendieron abrir en canal la ley de leyes de los españoles para avanzar en democracia participativa: para preguntarnos, claro está, por la República y, de paso, también por Cataluña y otros más asuntos de impepinable interés nacional.

Al fin y al cabo el argumento es siempre el mismo: los catalanes tienen derecho a elegir su futuro, al igual que los españoles pronunciarse sobre su rey€ o la comunidad de vecinos sobre si se arregla el ascensor. Se trata siempre de votar y que gane el mejor. En esto ha quedado el espíritu de la democracia: cuestión de papeletas en buena lid deportiva.

Al respecto convendría repasar la ingente literatura y filmografía de la izquierda norteamericana -que también existe-, para comprender algo más sobre el sistema político que Abraham Lincoln sintentizó con la frase «un gobierno del pueblo, por el pueblo y para el pueblo». Pues fueron los norteamericanos los que diseñaron la moderna democracia, creando un complejo sistema de contrapoderes -que ahora evitan, por ejemplo, que el temible Donald Trump gobierne como le venga en gana-, así como la profesionalización de los partidos políticos, entendidos estos como filtros para depurar la soberanía popular, de cuyo libre albedrío se desconfiaba y con razón dado su nivel de instrucción en aquel entonces.

Los padres de la patria americana estarían ahora orgullosos de la alfabetización general del país, del alto grado educativo alcanzado por la mayoría, pero no dejarían de subrayar los problemas derivados de una sociedad tan compleja como la actual, en la que sofisticados sistemas de comunicación y estimulación publicitaria moldean la opinión pública. De ahí que esa democracia de calidad que se invoca no pueda ser un simple consultorio a la buena de Dios, sino un sistema que posibilite discusiones serenas y una alta participación bien documentada.

Y lo mismo cabe decir sobre el debate de la forma de gobierno, reducido al simple argumento de que la elección directa de un alto mandatario resulta más democrática que la de un rey surgido de una línea genealógica de sangre azul. Dicho así no hay mucho más que añadir. Y si se dice tras las tormentas provocadas por las cacerías mayores y femeninas de Juan Carlos I, la biografía juvenil de Leticia Ortiz Rocasolano, los disparates de Jaime de Marichalar o las estafas de Iñaki Urdangarín, apaga y vámonos.

Mientras, las series de televisión y las películas de Hollywood siguen presentando a los históricos monarcas europeos como seres caprichosos y veletas en contraposición a sus presidentes, guapos y valientes. En fin, por iniciar una polémica con algo de sentido, sería interesante dejar claro que el papel de la monarquía parlamentaria, inventada por los ingleses, se limita a la representatividad, y que lejos de un papel político los reyes actuales se dedican a tareas de alto funcionariado, el más alto si apuran, para el que en teoría han sido preparados a conciencia.

Tras lo cual conviene también que recordemos a nuestros jóvenes que no todo fue reluciente en las leyendas tricolores de la II República española, o que son las monarquías parlamentarias europeas -Reino Unido, Suecia, Noruega, Dinamarca, Holanda o Bélgica-, donde por más tiempo han gobernado los partidos socialdemócratas y donde más ha arraigado el estado de bienestar. ¿Tal vez por que la monarquía ofrece estabilidad y procura un juego político más limpio? Queda poco para la tercera temporada de The Crown.

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