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Los españoles no saben geografía

La geografía sigue siendo la asignatura pendiente de los españoles, pese a los numerosos descubridores que ha dado España. Sin un espíritu territorial español, nunca tendremos país, siempre acechados por los nacionalismos y las taifas, incapaces de negociar ningún plan estatal de nada. Por no aclararnos, no lo hacemos ni con el huso horario, salvo la excepción canaria.

A pesar de la cantidad de conquistadores y navegantes que nuestro país ha dado al mundo, la geografía sigue siendo la asignatura pendiente de los españoles. Basta darse un garbeo por la antigua Hispania romana, esa península también descrita como el subcontinente ibérico, para percibir el carácter refractario del español ante la realidad física de su país: pasiones y feudos se han antepuesto a ríos y montañas hasta culminar en un sistema radial de comunicaciones que no entiende de las vías naturales y en un mapa autonómico de rasgos caóticos sobrepuesto sobre el intento de racionalidad abstracta que significó en el siglo XIX la división provincial de Javier de Burgos, afrancesado y traductor de Horacio: «Quien vive temeroso, nunca será libre».

Cuesta creer -y el ejemplo nos atañe mucho- que el camino más rápido y cómodo desde Francia al sur español, el camino a la Bética que los romanos bautizaron como la Vía Augusta, siga estrangulado siglos después. Esa vía no es otra que el conocido Corredor Mediterráneo que aquí seguimos reivindicando junto a murcianos y andaluces orientales, sin salida rápida y moderna hacia Europa. Dicho Corredor no solo nos comunica con Francia, sino que al llegar allí conecta con el valle del Ródano, otro camino natural que lleva hasta el corazón del norte y centro de Europa, la dorsal o «banana» europea que llaman los expertos en geografía económica, antaño conocida también como el Camino de los Españoles, pues a través del Ducado de la Borgoña se alcanzaban los Países Bajos, todos ellos territorios de aquel Imperio sobre el que no se ponía del sol.

Fue precisamente Felipe II, quien nunca ejerció de emperador sino de rey de muchos reinos, probablemente el rey del mayor número de grandes reinos de la historia, el que tomó la decisión, para muchos errática, que cambió para siempre el curso de la geografía hispánica, al ordenar trasladar la capital y toda su corte a Madrid. Razones de centralidad peninsular y de irracionalidad astrológica le hicieron elegir el poblachón manchego que entonces era Madrid frente a Barcelona, Sevilla y, sobre todo, Lisboa. Desde entonces, todos los caminos han cruzado el centro del país para conectar la capital con sus múltiples periferias, hasta hoy, que Madrid se ha convertido en una gigantesca conurbación de proyección universal, concentrando poder político y económico, cultural y deportivo. Más de 6,5 millones de personas y 5 equipos de fútbol en primera división. No le ha ido mal a Madrid en la España de las autonomías.

Cierto que Felipe II también consumó al anhelo de sumar Portugal a España aunque manteniendo toda la autonomía real portuguesa. La unión ibérica apenas duró medio siglo. España, una supuesta potencia marítima sin grandes ríos navegables ni puertos naturales -tal vez los fluviales de Sevilla y Bilbao- dejó perder los dos grandes estuarios de la Península, el del Duero en Oporto y el del Tajo en Lisboa, dos formidables balcones al Atlántico. Los ingleses, que sí saben de geografía estratégica, fueron aliados de los portugueses desde el primer momento y hasta el día de hoy.

Razones de logística militar que han llevado a los ingleses, del mismo modo, a mantener el peñón de Gibraltar, cuya reivindicación española es una cantinela sin más argumentos que la pasión patriótica. Cada vez que nuestro Ministerio de Exteriores se pone recurrente con Gibraltar uno no puede sino mirar a Ceuta y Melilla para extrañarse de esta paradoja española que pesa sobre el Estrecho. España reivindica una especie de redondez geográfica con Gibraltar y, sin embargo, los mapas del tiempo en los noticiarios enmudecen Portugal. Si mantenemos Ceuta y Melilla como españolas porque así lo desean sus habitantes, la misma lógica cabría aplicarles a los gibraltareños. Tucídides ya explicó, en su momento, que el poder militar solía ser el argumento de mayor peso en las relaciones entre naciones.

De hecho, apenas sí los Pirineos y Despeñaperros han creado espacios naturales en nuestro país. Las sucesivas expansiones de los reinos cristianos medievales trazaron un mapa peninsular basado en la fuerza de las armas y los líos matrimoniales entre familias nobiliarias. El resto lo hizo una orografía montañosa, un mundo húmedo al norte y otro seco al sur, el carácter tribal celtíbero descrito por Caro Baroja en el que ya late lo prehispánico según Sánchez Albornoz.

El último mapa autonómico nos da muestras, a su vez, de un irredento espíritu español antigeográfico: comunidades como la murciana, la cántabra, la riojana y hasta la madrileña que se han inventado así mismas como evocando el espíritu del cantonalismo decimonónico, o ficciones como Castilla-La Mancha, región creada cual artificio por la joven democracia española. Otros territorios homogéneos como el Sureste, en cambio, han sido segregados hace ya siglos por la diversidad de sus culturas: andaluza, castellana, incluso valenciana.

Tal vez esa antigeografía explique porqué los españoles somos tan poco respetuosos con el paisaje y la arquitectura popular. Apenas si nos quedan pueblos bonitos y auténticos en las zonas más montañosas y alejadas -Bocairent y Chulilla son la excepción en la provincia de València-. Y en vez de arboledas tenemos rotondas y polígonos industriales afeando las entradas de las urbes.

Algún día, tal vez, desarrollemos un espíritu territorial español. Sin él nunca tendremos país, siempre acechados por los nacionalismos y las taifas, incapaces de negociar ningún plan estatal de nada. Por no aclararnos, no lo hacemos ni con el huso horario, salvo la excepción canaria.

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