Hay un economista con barba de chivo y gesto perpetuamente avinagrado, que lleva diez años recorriendo todas las televisiones de España y anunciando un completo catálogo de catástrofes. Desde el año 2008, fecha fundacional de la actual crisis económica, este agorero profesional se ha especializado en ponernos los pelos de punta con todo tipo de desastres: desde el inminente colapso del sistema de pensiones al bloqueo de la sanidad pública, pasando por violentos asaltos populares a los supermercados provocados por la miseria general, por aumentos siderales del desempleo o por un derrumbe general de la banca con colas de desesperados ahorradores clamando llorosos a las puertas de las sucursales. El hecho evidente de que no se ha cumplido ninguna de sus siniestras profecías no ha impedido que este sujeto siga apareciendo en las pantallas con una inexplicable asiduidad. Los grandes programas televisivos de debate se pelean por contar con la presencia de este sesudo analista, a pesar de que sus pronósticos infalibles fallan más que una escopeta de caña. El tipo, que cada día se parece más a uno de esos chalados que se suben a un cajón de madera en un parque de Londres para anunciar el fin del mundo, ha conseguido ganarse cojonudamente la vida a pesar de que su autoridad científica y su prestigio personal se estrellan un día sí y el otro también con una realidad, que a trancas y barrancas se mantiene dentro de los límites de una cierta normalidad.

Por desgracia para todos, personajes de este tipo infectan las teles, las redes sociales y las páginas de opinión de los periódicos. Su éxito es una prueba palpable de la peligrosa deriva en la que está entrando la denominada sociedad de la información. De repente, un día, los aprendices de brujo de la comunicación de masas se dieron cuenta de que el alarmismo era el camino más corto para asegurarse suculentas audiencias. A partir de ahí, se decretó el estado de Apocalipsis permanente y se abrieron las puertas del templo periodístico a una legión de pirados especializados en acojonar al personal a base de repetir aquello de ¡arrepentíos, que el fin se acerca! De la primera fila del escenario mediático desaparecieron rápidamente los analistas serios y rigurosos; sus farragosas disquisiciones, intentando explicar las complejidades de la política o de la economía, eran veneno para la taquilla y además aburrían hasta a las ostras. Se aplicaba a rajatabla una fórmula mágica: la gente está asustada y quiere respuestas simples y cuanto más aparatosas, mejor.

La celebración de un Consejo de Ministros en una Barcelona inflamada por el independentismo hizo que la gritona cofradía del tremendismo sacara a relucir las mejores piezas de su repertorio. Durante los días previos al 21 de diciembre se nos dibujó un panorama terrorífico: graves problemas de violencia callejera con muertos y heridos, el Gobierno de la nación sitiado y perseguido a bastonazos por las calles y Cataluña en estado de sublevación. Al final, no pasó nada y las cosas siguieron más o menos como estaban el día anterior. Los manifestantes se manifestaron, los ministros celebraron el Consejo de Ministros y después, cada uno se fue a su casa tranquilamente a pasar las navidades en familia. Por extraño que parezca, los indesmayables profetas de la catástrofe no entonaron ni el más mínimo mea culpa tras esta histórica metedura de pata; ajenos a cualquier síntoma de vergüenza torera, siguieron a lo suyo y en cuestión de horas encontraron nuevos asuntos para meternos el miedo en el cuerpo.

El avance y la consolidación del periodismo apocalíptico es un hecho preocupante que no debe ser archivado como una mera anécdota protagonizada por un sector que vive tiempos de cambios y de incertidumbres. El empeño en construir una realidad con las mismas claves con las que se construían las películas de catástrofes de los años setenta puede dejar un rastro de daños irreparables en la opinión pública. Estamos ante una burda simplificación que nos impide analizar y debatir públicamente los problemas de una sociedad muy compleja. Estamos ante un proceso de manipulación masiva que convierte en puros fuegos de artificio las grandes cuestiones que realmente deberían preocuparnos.