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Con gusto

Cansados de todo

Mucho antes de que el bolchevismo se convirtiera en una maquina de picar carne humana, Julio Verne dotó a algunos de los héroes de sus viajes extraordinarios de una constitución melancólica. La ciencia y la técnica tampoco eran un fundamento sólido de la vida y, como el café, olían mejor que sabían, es decir prometían más de lo que podían dar. El novelista lo dijo a su manera, un código de señales de desaliento que sus devotos detectamos. Lo estamos viendo ahora cuando los escaparates se abarrotan de maquinitas idiotas, de juguetes del desasosiego.

A caballo de los dos últimos siglos llegaron los siniestros (Edvard Munch, Odilon Redon), el surrealismo, el psicoanálisis. Aquella exploración de los límites, nos hizo bien: la racionalidad es un envoltorio desechable de los ritos en sociedad. La persona es un impostor sucesivo con la energía de un millón de soles, un gigante del bosque que conduce un enano; la racionalidad, un ridículo minué en una hermosa pelea. Con esos movimientos del espíritu llegaron, ay, las ideologías heroicas: comunismo y fascismo.

Nos cansamos de todo, hasta de la paz y el progreso. El papá de Ernst Jünger era un asentado profesor de química, un burgués perfecto, pero su hijo escapó de casa para apuntarse a la Legión Extranjera. Ahí tienen a la Gran Bretaña del brexit a punto de tirarse por los acantilados de Dover, a Andalucía entregada al casino de los señoritos, a la Cataluña soberanista con un president tan atractivo como una mata de cardos. Víctor Urban les ha dicho a los húngaros que deberán de hacer más horas extras y que el patrón podrá pagarlas en tres años, ¿qué esperaban?

Ocurre que la falta de racionalidad en política produce daños inmensos, pero cómo pedir racionalidad cuando el emperador de Occidente conduce los Estados Unidos como el productor de un reality: ¡Estás despedido! En los ochenta fue desmontado por completo el socialismo autoritario, pero ahora la socialdemocracia es, en general, una Thatcher con pantalones y la autonomía de la esfera política, domesticada por la oligarquía, se acerca a la nada.

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