Crujen las junturas del bolchevismo empingorotado. Al coletazo errante del soviet supremo se le nubla el entendimiento, se le crispan las manos, pierde la compostura y, rebosante de republicanismo fingido, rebuzna llamaradas de incoherencia sectaria y chorros de vitriolo tergiversador. Ha renunciado, puede que definitivamente, al esfuerzo de la edulcorada jerga doctrinal, y muestra sin disimulo su áspera corambre totalitaria. Son los últimos obcecados por el mamotreto marxista, los postreros aspirantes a la dictadura del proletariado, con sus ribetes burgueses y sus alamares okupas, que marchan como espectros a la guerra dialéctica.

La violencia marxista se ha desatado en forma de manipulación informativa, de anticlericalismo patológico y de pérfido espejismo temporal que transmuta escraches en checas y comparecencias en autos de fe. Los marxistas del siglo xxi han formado pelotones y amenazan, antorcha en mano, a quien ose poner en solfa los disparates de don Carlos. Administran a discreción cierto jarabe democrático que, a la vuelta, es fascismo intolerable; se rasgan las vestiduras ante un diálogo con la derecha, pero se dan albricias por un consorcio entre jacobinos; viven la falacia de un tiempo extinguido y niegan el más que posible baño de realidad que supondrá su próximo hundimiento electoral.

Violencia marxista es la que falsea la historia; la que llama progreso a la primitivización; la que predica el abandono al instinto en lugar del sometimiento a la razón y al espíritu; la que pretende convertir a los ciudadanos en galeotes del sistema, en camaradas acríticos y en peones de una revolución que disfrutarán otros. Violencia marxista es la que utiliza la violencia machista —que sólo menguará cuando los padres eduquen a los hijos— como excusa para inventar momios y pagar fidelidades. La violencia marxista recluta palurdos, bribones, atorrantes y resentidos en las afueras de la cultura. Está formando un pelotón de perroflautas, un batallón de incondicionales, un ejército de libertarios anhelantes de sopa boba y juicio sumarísimo.

La irrupción de la derecha gorda en el ruedo político ha sobresaltado a esta izquierda fanfarrona, histriónica y antiborbónica, que sentenciaba corruptos y deformaba ideologías con la confianza que da el monopolio. Ahora no las tiene todas consigo y toca espasmódicamente, desde la garita de los medios, la campana del rebato embustero y ridículo por extemporáneo contra los fantasmas del nazismo y los despojos de Franco.