El año 2018 acabó como empezó el 2019, como sueña un geógrafo: viajando. Es importante y fundamental un buen conocimiento teórico pero nada como experimentar in situ lo aprendido en el aula o en un manual, desde una nube a una morrena, pasando por un pliegue. Mi destino navideño ha sido Islandia, ¡en pleno invierno! El objetivo era ver auroras boreales, ese nuevo maná turístico que empiezan a explotar los países norteños. Ni por asomo vimos una. Por un lado, era lo esperado. No era un año de intensidad solar destacada y además, Islandia es pasillo de constantes borrascas. En el Atlántico, el contrapunto del anticiclón de Azores es la baja de Islandia. Una depresión detrás de otra con sus frentes asociados. No deja de ser toda una experiencia visitar un país con apenas cuatro horas de luz al día y digo luz, porque lo que es sol, apenas lo vimos, tímido, a baja altura, durante diez minutos. Los rayos solares llegan con una inclinación de 3 º. Han de atravesar un mayor espesor atmosférico y calentar una mayor superficie, por lo que su capacidad calorífica es muy limitada. Eso, si no los tapa la frecuente cobertura nubosa. Su variedad climática sigue la norma de escasa variedad de los países del norte. Sus poco más de 100,000 km2 apenas experimentan el Cfc, una versión más fría del clima oceánico y el clima polar, básicamente el polar de tundra. No es de extrañar que apenas la pueblen 350,000 habitantes y solo cinco localidades superen los 10,000 habitantes: Akureyri al norte, una importante estación climática; y Reykjavik, la capital. Con las otras tres en sus alrededores. Pero Islandia no decepciona. Glaciares, icebergs, cascadas, rocas, volcanes, géiseres y el encuentro de dos continentes. ¿qué decir de un país donde un mapa geológico se vende como souvenir?