Los padres novatos habrán escuchado de sus médicos y pediatras la expresión «a demanda» para indicarles que los recién nacidos deben ser alimentados con el ritmo que señalen sus solicitudes, por lo general ruidosas. Luego, con el tiempo, habrá que intentar establecer unos ciertos ritmos que implicaran periodos de privación. Y todavía más tarde, habrá que hacer valer unos horarios ante niños ya crecidos que tenderán al cumplimiento inmediato de sus deseos perpetuando el régimen de su satisfacción «a demanda».

No es infrecuente, cada vez menos, encontrarse adolescentes o universitarios que conciben su vida «a demanda», es decir, como si los demás en general y sus padres en particular tuvieran el deber de satisfacer sin demora sus deseos según ellos los expresan, muchas veces con una agresividad incontrolada si no los obtienen con prontitud. Pues bien, ese infantilismo satisfecho que se enfurece ante la mínima frustración de unos deseos siempre crecientes, forma parte hoy de la psicología y actitud política de muchos ciudadanos, colectivos, asociaciones y hasta ciudades y territorios que expresan con indignación sus exigencias insatisfechas.

Ciertamente, no es fácil distinguir cuándo tales reivindicaciones son oportunas y justifican la indignación de los desatendidos. Pero, como en la vida diaria, hay un rasgo que acredita a los peticionarios y da verosimilitud a sus requerimientos: su capacidad probada para tolerar privaciones, ya sean inevitables o necesarias para atender urgencias primordiales de otros conciudadanos o territorios. Y como esa capacidad es cada vez más rara y excepcional, resulta ineludible la inclinación a la sospecha ante tanto enfurecido solicitante de aeropuertos internacionales, líneas férreas de AVE, pasos soterrados, universidades de cercanías, hospitales de referencia, becas sin requisitos, autopistas sin peajes, pensiones sin ahorros, coberturas universales, subvenciones sin retorno y gratuidades totales.

Consideradas en su conjunto todas esas reivindicaciones hacen suponer que se cuenta con recursos ilimitados, que todo es posible si se quiere, que nadie ha de renunciar a nada, que el sentido común nunca puede implicar ceder una infraestructura mejor a los vecinos a la espera de que otra de otro tipo nos beneficie a nosotros, por ejemplo. Y en vez de eso, se pretende que todos tengamos con inmediatez todo, pero no ya de lo necesario, sino de lo potencialmente inductor de desarrollo en cualquiera de las direcciones posibles.

Resulta poco menos que inimaginable que fuera posible revertir esa dinámica reivindicativa por otra de moderación y realismo en las aspiraciones, y de mutuas cesiones entre territorios, ciudades o vecindades. Al contrario, todos luchamos por no carecer de nada de lo que disfrutan los vecinos y en estricta igualdad, es decir, con la misma cercanía y dotación, pues, por lo que parece, podemos ya disfrutar de una abundancia sin límite que surge del cuerno de los presupuestos públicos.

Cuesta creer que pudiera sobrevivir electoralmente cualquier político o formación que postulara consorcios interterritoriales o especializaciones en infraestructuras que implicaran cesiones en otras áreas, demoras en dotaciones secundarias, concentraciones de servicios que racionalizaran el gasto, la moderación de la deuda y la asunción de privaciones presentes necesarias para no hipotecar generaciones futuras. Es necesario reconocer que nuestro sistema político se sostiene estructuralmente sobre una psicología de la satisfacción a demanda a la que se atienen tanto los gobernantes como los gobernados, ambos fiados en la quimera irresponsable y cortoplacista de que semejante inmoderación es indefinidamente sostenible.

Y de ahí que nuestra política y los políticos se hayan reducido a la función de dispensadores de satisfacciones siempre crecientes mediante las que seducen a un electorado de expectativas casi insaciables y pronto a indignarse enfurecido ante la más elemental privación.

Se trata, en efecto, de una ebriedad colectiva de la que es improbable que no despertemos traumáticamente. El historiador y socialdemócrata Tony Judt, tras elogiar la sobriedad personal de Clement Attlee, primer ministro laborista de la postguerra, y de lamentar la escasez de políticos con genuino sentido ético de lo público, no les culpa tanto a ellos como a sus representados, es decir, a nosotros, porque exigimos muy poco de los políticos al tiempo que les exigimos sin medida para nosotros: «si queremos mejores gobernantes tendremos que aprender a pedir más de ellos y menos para nosotros. Un poco de austeridad estaría bien».

Sin la disposición a considerar de continuo que los recursos disponibles son limitados, y que por tanto no todos nuestros deseos se van a cumplir, no les dejamos a los políticos holgura para enfrentarnos a la realidad: no podemos tenerlo todos todo en cada pueblo, ciudad o comunidad, aunque sí podemos aspirar a tener casi de todo entre todos. En la palabra castellana sobriedad hay un doble sentido sobre el que deberíamos de reparar. Sobrio es quien modera las comodidades y su disfrute según una medida que ni los impide por defecto ni por exceso, y de ahí que el mismo Epicuro y su hedonismo fuera un decidido partidario de la sobriedad que dejaba disfrutar de los placeres de la vida. Pero sobrio es también quien no ha perdido el sentido de la realidad y la percibe con nitidez y a salvo de ensoñaciones delirantes. El sobrio no confunde sus deseos con la realidad y por eso mismo puede luchar por hacerlos reales en la medida de lo posible. Por el contrario, la opulencia poseída o deseada es un alucinógeno que nos nubla el juicio y nos ausenta de la realidad construyéndonos una babia feliz.

Entre nosotros no es posible imaginar ninguna actitud más transgresora, políticamente incorrecta y antisistema que la sobriedad desintoxicante de las hipertrofias consumistas del mercado y asistenciales del Estado. Sin embargo, entre los antisistema actuales tal vez abunden más los estatalistas esperanzados en asaltar el cielo más pronto que tarde, que los admiradores del juicio de lo político con «un poco de austeridad».