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El caso Rosalinda

En una de esas comidas de Navidad, mi prima lejana Rosalinda nos refrescó una vieja historia que tenía olvidada. Cuando murió el padre de Rosalinda, más o menos cuando los chicos de California se ponían ciegos de marihuana y consignas pacifistas, Rosalinda decidió emplearse como enfermera de don Roberto, un doctor de su pueblo que tenía una lista de pacientes tan larga como extensa era su fama de mujeriego.

Como mi prima tenía, entonces, quince abriles y era tan guapa y plena como un amanecer de agosto en el mar quieto, acudió doña Concepción, su señora madre, a advertir al doctor que no toleraría que sus manos mancillaran la piel de azucena de su niña. El doctor se comportó, tal vez porque se estaba haciendo mayor o porque se había provisto de una válvula de escape: una vez terminada la consulta, se iba de putas con un compañero de correrías, un carnicero a quien sus padres habían tenido la ocurrencia de imponerle el nombre de Plauto.

La enfermera de improviso, que era espabilada y resuelta, aprendió a tomar la tensión, poner inyecciones (de las normales y de las intravenosas) y toda clase de maniobras médicas. Pero la señora de la limpieza se jubiló, o la retiraron de puro vieja, y como es cosa sabida que la biología compensa la pérdida del apetito venéreo con una intensificación de la codicia, el doctor propuso a Rosalinda hacerse cargo, también, de la limpieza de la consulta por el mismo precio: cien pesetas de las de entonces.

Perpleja, Rosalinda dijo que no. «Aún no he podido saber de qué rincón de mi persona saqué la fuerza para decir no y decirlo tan rápido, el caso es que lo hice», recordaba Rosalinda. Recibió una segunda oferta, también de un médico, pero esta vez el sueldo era aún menor -75 pesetas- por lo que decidió coser con su señora madre, bordar la ropa de su ajuar, pintar y dibujar casi a escondidas y hacer otras labores que entonces fundían y confundían feminidad y conformidad. Pero la semilla de aquel no hoy germina a la sombra de las muchachas en flor.

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