Son empáticos de que no. Comprensivos de pega, que disfrazan el desprecio con atenciones y el ordenancismo con zalamerías; que te asignan un papel, te imponen un cliché y esperan que lo cumplas; que tienen muy claro cómo es el mundo y cuál es tu cometido. Su relación contigo se reduce a un examen, a una comprobación periódica de que no te sales un milímetro de tus «obligaciones». Y si no cumples en todo, si te dejas un fleco, un detalle, una minucia, intentan coaccionarte mostrándose decepcionados a más no poder. Como si les amargases la vida. Como si tuvieses la culpa de su desgracia imaginaria. Son seres nocivos, personas tóxicas, individuos que se lamentan continuamente de todo; pero no en asuntos de importancia, en cuestiones vitales, no, sino en cominerías cotidianas, en detalles nimios, en tonterías. No hay situación de la que no entresaquen algo malo, ni acto al que no encuentren tacha. Ya puede uno hacer las cosas bien que sabrán encontrar el fallo, la negligencia o la imperfección. Empatizan que da gusto. Y uno, en sus encuentros, encontronazos o convivencias con semejantes acibaristas, dirige al principio su reflexión hacia sí mismo, siguiéndoles el juego inconscientemente, aceptando sus reglas, dudando. Hasta que mucho más tarde se da uno cuenta de que no es uno el que ha de ocupar el centro de la crítica, porque tal honor corresponde a los que llevan en la mano el cliché que tratan de imponer a todo quisque; a los que arrastran de generación en generación una plantilla que van superponiendo sobre los demás para ver si coinciden. Estamos ante personajillos lastimosos que se han visto, en un momento dado, con el magín repleto de melindres y estrambotes y con las fauces ávidas de un reproche que contrapese sus abundantes limitaciones. Nos encontramos ante criaturas tristes que sacarán a relucir la torpeza en tus acciones, el defecto en tus intenciones y la calamidad que todo ello provoca en su existencia. Insatisfechos compulsivos y pesimistas crónicos para quienes el hombre más cabal será un tarambana mientras no se ajuste por completo al estereotipo, al modelo, al patrón «oficial» de comportamiento.

Elmer Wheeler ya nos previno contra los caracteres negativos en aquel excelente manual titulado Cómo venderse a sí mismo. Todo el mundo huye de los que vaticinan catástrofes y proclaman la distopía sólo porque han sufrido una pequeña contrariedad. Sus imposiciones y sus juicios, las pautas de obligado seguimiento que decretan provienen de unas costumbres ancestrales encerradas en un entorno diminuto.