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Anatomía del tópico

Un cáncer para las ideas

Es Tocqueville quien en su libro más desconocido y más agudo, Recuerdos de la Revolución de 1848, escribe con melancolía “no es que desprecie a los mediocres, simplemente los frecuento poco. Los trato como a los lugares comunes: los respeto porque rigen el mundo pero me aburren profundamente”. El mundo está en efecto apuntalado por los tópicos; si se retiran, se desploma. ¿Hay alguna afirmación más exacta en la hora presente? El tópico es hermano de la superficialidad, ahora se dice de “lo binario”, o con la derecha o con la izquierda o con la monarquía o con la república o con los toros o con los conejitos indefensos o con la mujer o contra ella y así seguido… A veces pienso que estas procesiones de tópicos, que pasan por nuestros ojos a diario, deberían tener sus tambores, sus disciplinantes y toda la demás fanfarria para que, al menos, no nos pillaran desprevenidos y pudiéramos aprestar nuestros mecanismos de defensa. Los tópicos son un mar caudaloso, río en ejarbe. Tempestad sin piedad, sustancia que se hincha y se hincha hasta provocar la tumefacción. Deberían las empresas de seguridad vender alarmas contra los tópicos y así lo he recomendado a personas del ramo pero nadie me ha hecho caso. El resultado es que hace poco un ejército de tópicos invadió la casa de un amigo librepensador que tengo y la arrasó. Fue un descuido, explica, pero un descuido que está pagando caro. Ha pasado la aspiradora, ha desinfectado con los productos más implacables, ha pasado las bayetas más ecológicas, todo está siendo en vano: el tópico inficiona el ambiente, se ha pegado a las paredes, se descuelga insolente de las lámparas, le desafía y le hace burlas. Su desesperación es indescriptible. ¿Hay remedios contra los tópicos? Convoco a quienes los conozcan para que los divulguen y nos libren de su condición pegajosa, empalagosa y viscosa. Cobrando, por supuesto, ningún dinero estará mejor empleado. Como hay matamoscas debería haber mata tópicos o un aerosol fulminante, de malas pulgas (ya que de insectos hablamos), que los destruya o al menos los deje inactivos. Se podría crear un pudridero de tópicos. Cada vez que empieza a circular uno, por la radio, por la tele, lo atrapamos, lo desarmamos, le ponemos un sudario y le damos un tratamiento de veinte o treinta años. Solo si resiste se le devolverá a la vida, ya librado de su condición infamante, restablecida su dignidad como idea apreciable. Se les puede visitar de vez en cuando, como a los reyes en El Escorial, para ver cómo van pero sabiéndolos yertos, sin capacidad para degradar la sindéresis. El tópico es una idea de luto, la cana que nos sale en la imaginación. La arruga del pensamiento. Un exvoto dedicado a la estupidez. El yeso contrapuesto al mármol, el bronce al oro. Cuando es benigno es un pólipo. Cuando arrecia firme por tertulias y artículos de ¿opinión? es ya cáncer maligno y devastador. Es el biombo que trata de ocultar la memez. El escombro, los cascotes que nos caen encima y de los que es preciso huir. Se comprenderá que sostenga que el escritor de tópicos merece recibir sepultura en un lugar común.

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