El sábado viví en primera persona una situación delirante, incluso hilarante de no ser tan agudamente dolorosa. Un tipo de mediana edad, con el gesto hosco y el vestir clásico, como de otras tierras, intentaba aprovisionarse de alcachofas en un supermercado. Y no solo lo hacía sin guantes, sino que parecía empeñado en palpar la dureza/flaccidez de todas ellas. Con exquisita educación, le indiqué: «Disculpe. No se lo tome a mal, pero es necesario ponerse guantes para tocar la verdura». Mirada iracunda. Silencio. Un gruñido y media vuelta. A los 10 segundos, grazna: «¡Eso ya lo sabía!». Mi mirada interrogante contiene un evidente «¿y entonces por qué no se los pone?». Se giró en seco y se fue. Por poco tiempo. Volvió. Y lo hizo para vomitar: «¡Si fuera un extranjero, seguro que no le habría dicho nada!» y se fue a toda prisa. Cómo lo leen. Lo terrible, que es lo que vence a lo jocoso, es que por su boca, como ayer por la de Alfonso Rus, salía a borbotones el hálito agrio de Vox. Porque eso es lo que han conseguido, dar carta de naturaleza a la barbaridad, refrendar la burrada y sacarlos de la caverna en la firme creencia de que ya no están solos. Empiezo a no soportar la bilis...