La viabilidad del Sistema de Protección Social español es objeto de preocupación desde hace un cuarto de siglo y, con la suscripción del Pacto de Toledo y las declaraciones de políticos de diversas tendencias, se habla de reforma puntual de las pensiones, uso de la «hucha» de la Seguridad Social o caída de la recaudación entre otras cuestiones. Por otro lado, y como cada final de año, la publicidad trata de convencernos de suscribir, ampliar o mejorar un plan de pensiones.

Pero, coyunturas aparte, ha calado en la ciudadanía una fundada preocupación sobre si los actuales pensionistas van a seguir cobrando sus prestaciones y, sobre todo, si los que por su edad hoy se encuentran en activo, lo harán llegado el momento. Analicemos algunas ideas que puedan ayudar a la reflexión.

En primer lugar hay que decir muy alto y claro que la Seguridad Social, a pesar de su lento desarrollo, ha calado de tal manera en la sociedad española que los ciudadanos no conciben ya vivir sin una protección social. Y así lo garantizan, aunque con técnica legislativa muy mejorable, diversos artículos de la Constitución. De ello es sabedora la clase política y por eso andan con pies de plomo, sean de derechas o de izquierdas, a la hora de tomar decisiones. Celebremos que así sea en lo que tiene de prudente pero denunciemos el mucho pacatismo que también entraña esa postura.

La Seguridad Social, en todos los países de nuestro entorno cultural, se basa en la solidaridad y no como un simple principio moral público, que también, sino como un principio práctico fundamental. Dicho de otro modo, la Seguridad Social no es viable si no hay solidaridad entre generaciones y entre clases sociales coetáneas. No es cierto que el sistema de reparto sea inviable o el causante de su reciente crisis financiera. Al contrario, su existencia ha permitido la implantación de un sistema universal de Protección Social, además de constituir un factor de primer orden junto a la Educación, los Servicios Sociales y la Sanidad, para el establecimiento efectivo de la igualdad de oportunidades. Eliminar el criterio de solidaridad en el orden ético-público nos lleva a la selva política y, en el terreno de la Seguridad Social, a la fractura y al conflicto social.

Dicho lo anterior, se debe repensar qué protección social necesita la sociedad española hoy. Hay coberturas que exigen ser redimensionadas mientras otras no están suficientemente atendidas, reciben un tratamiento fiscal posiblemente injusto, o necesitan nueva regulación.

En cuanto a la financiación, tal vez ha llegado el momento de abordar un modelo de aportación progresiva al igual que sucede con los tributos. Un extremo que entraña abandonar la cotización a tipo fijo, eliminar los topes máximos de cotización, también para la cuota obrera y, especialmente, desplazar pero no eliminar el eje vertebrador actual por el que se cotiza por cada trabajador asalariado y en función de su salario por otro que tenga que ver con el valor añadido de la actividad de la empresa, con el que cotizará más la empresa que cree más riqueza y no la que más trabajadores tenga.

En fin, habrá que vencer rémoras e intereses creados en relación con la gestión, tanto pública como privada. Y a nadie se le escapan las disfunciones que provoca la dispersión entre los distintos organismos del Estado y de las Comunidades Autónomas sobre el reconocimiento de las distintas prestaciones y de la afiliación y recaudación. Sin olvidar que se debería crear, tan pronto como sea posible, la Agencia Estatal de la Seguridad Social, que está recomendada desde 1995 por el Pacto de Toledo.