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Sí, a finales del año pasado me apunté a un gimnasio, y encima voy, aunque no tanto como debería. Mi propósito es recuperar algunos ligamentos atrofiados porque el peso me la trae al pairo. Las horas a las que entro en la sala entre semana son incompatibles con las funcionariales, así que consuela ser uno de los más pollos de la elíptica. El panorama cambia los findes. Entran en acción los musculosos obsesos y aunque subo la música de los auriculares, los golpeteos de las pesas se hacen insoportables. Aunque la mayoría va a lo suyo, hay un grupito que solo pavonea. Son los valientes que están pendientes de las chicas que van solas. Con la misma patética técnica de las verbenas de los ochenta (el adn perdura) se ponen al lado de la víctima en la cinta o la bicicleta, y tras un minuto de descarada mirada sueltan: «¿no vas muy rápida?». Algunos son tan pesados que han provocado que muchas no vuelvan. Debería existir gimnasios con salas libres de macarras.

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