Ya han pasado varias décadas con divorcios en nuestro país y dejan de llamarnos la atención, como singularidades que inicialmente eran, las consecuencias negativas que tantas veces se derivan de las separaciones de los padres, manifestadas sobre todo en problemas para los hijos. Y aunque el tema que pretendo tratar en este breve espacio de escritura es complejo y poliédrico, con muchas perspectivas, aristas y planos distintos, me atrevo a dar unas pinceladas generalizadoras, que comprendo limitan la exactitud del caso concreto pero que pueden servir para dar una idea general del problema.

Se trata de fijar la atención también en las consecuencias que las rupturas de las parejas puedan tener además en los padres de cada uno de los que se separan. No sólo los niños sufren en mayor o menor grado, pues muchas veces los abuelos de esos niños se disgustan, angustian y se deprimen; lo veo con cierta frecuencia en mi consulta de psiquiatría. Por desgracia, observo que muchos cónyuges no son capaces de gestionar la separación, y sus emociones frustradas, truncadas y exasperadas les llevan a usar a los chicos -con mayor o menor consciencia- como arma arrojadiza contra el otro progenitor.

He asistido, con informes periciales, a juicios en los que se dirimía si el niño va o deja de ir a una actividad extraescolar de fútbol, por ejemplo, o sobre si se le permite al médico prescribir al hijo enfermo un psicofármaco que la madre pide y el padre rechaza. He visto cómo una madre despreciaba para su hijo unas gafas que le había comprado el padre y no sólo las gafas sino incluso la valoración que le hizo el óptico u oculista; exigió otra visita al especialista y, por supuesto, otro color y forma para la montura de los cristales. Es decir, la antipatía, el rencor y la mala sangre llegan hasta el odio e incluso hasta el ridículo. Y llegan al Juzgado de familia.

Pues bien, desde hace también unos años estas malas consecuencias de la separación traumática recaen también sobre los abuelos. Cada vez hay más que se ansían y deprimen al contemplar las rupturas de los hijos. El problema se amplía muchas veces a tres generaciones y sumado a otras dificultades de la vida y de la salud propias de las edades mayores desencadenan o perpetúan una espina irritativa en el alma de los abuelos que ahí queda mucho tiempo o para siempre; aunque el "siempre" de los abuelos sea, por ley de vida, más corto que el de los padres. En ocasiones ocurre además que alguno de los dos "ex" separados o divorciados se niegue a que los abuelos accedan a visitar a sus nietos, complicando la relación entre padres e hijos, naturales o políticos, y se enfangan las relaciones de padres, hijos y nietos, también hasta llegar a la vía judicial.

Vaya también en este escrito mi valoración positiva de las personas que dedican su vida laboral al ámbito judicial y se hacen cargo de tantos problemas en los Juzgados de familia. Esta sociedad que ahora lo judicializa todo pide mucho a los jueces, pero en el ámbito de las crisis matrimoniales me da la impresión de que la demanda llega muchas veces hasta la exasperación. Por eso no dejo de alabar el trabajo -supongo que muy paciente- de los que trabajan en esos Juzgados.

Por otro lado, desde el observatorio de la consulta psiquiátrica, pienso que se puede decir con fundamento, cómo muchas, muchísimas rupturas de pareja se podrían evitar si los dos acudieran pronto a una terapia de pareja, cuando los problemas serios de comunicación comienzan a presentarse. Lo ordinario es que acuda uno de los dos a que se le ayude a sobrevivir emocionalmente, cuando ya todo se ha desbordado y roto, incluso cuando hay terceras personas implicadas en el problema. Y, claro, en esas condiciones la situación casi siempre es irreparable para el conjunto de la familia. Por eso animo a intentar arreglar los problemas conyugales de comunicación o "desamor" cuanto antes.