Ilusos entre los ilusos, presuntuosos entre los presuntuosos y torpes donde los haya, los profesores valencianos vivían confiados en que la rebelión de las masas no iba con ellos. Creían, en su hinchada soberbia, que la plebe azotaría jueces, cuestionaría sentencias, acorralaría policías, acosaría políticos y proclamaría repúblicas, pero dejaría tranquilos a los docentes; esperaban, ingenuos, que se respetaría su autoridad, que se aceptarían sus calificaciones, que seguirían imponiendo su criterio indefinidamente; suponían, petulantes, que nadie se metería en sus cosas, como si gozasen de algún privilegio extraordinario. Pero la consejería del ramo y el síndico de agravios les han dado la colleja que merecían: una colleja seca, certera, que les ha levantado los párpados y les ha devuelto el orgullo al subsuelo del que nunca debió salir. Se acabó eso de retener los exámenes corregidos; se acabó el dejarlos ver pero no tocar; se acabó el impedir a los padres que se los lleven para buscar una segunda opinión. El derecho de los alumnos es lo primero. El derecho al aprobado; a que pasen de curso por muy atorrantes que sean; a la sopa boba. Porque todo el mundo sabe que su holgazanería se debe a los profesores, que no saben motivarlos. Y porque nadie duda que la masa es infalible.

Que a ningún profesorzuelo de jersey ajado y culera brillorrona se le pase por la mente apoderarse de la última palabra en cuestión de notas. A partir de ahora, cuando la familia del estudiante no esté de acuerdo con ellas podrá llevarse los exámenes corregidos y entregárselos a un enmendador de planas profesional, quien, con toda seguridad, pondrá cual digan dueñas al docente de marras. No puede negarse que la jugada, un mano a mano entre la consejería y el síndico, ha sido magistral; que se ha devuelto al pueblo una parte importantísima de la supremacía que le pertenece y se ha puesto al profesorado en el sitio infame y subalterno que le corresponde. Asistimos al fin del abuso de poder en las aulas. Más aún: al fin del terrible, pavoroso, enloquecedor suspenso que se venía enjaretando sin piedad a todo aquél que no estudiaba lo suficiente. No miremos para otro lado. No disimulemos. Aceptemos nuestro error, que ha sido el error de toda la sociedad: habíamos entronizado a los profesores; les habíamos dado carta blanca. Y los boletines estaban enchinarrados de insuficientes. Menos mal que nuestros magníficos administradores públicos han llegado a tiempo.