La crisis política, social y económica por la que atraviesa Venezuela tiene raíces profundas en el tiempo. Uno de los países con mayores recursos naturales, con las mayores reservas petrolíferas del mundo, está arruinado. La riqueza de Venezuela ha sido esquilmada por sus clases dirigentes y las oligarquías que las acompañaban desde hace décadas. La llegada de Chaves al poder no fue una casualidad, sino una suerte de rebelión de los menos favorecidos que contemplaban como unos gobernantes corrompidos evadían la riqueza del país con rumbo a paraísos fiscales, a EEUU o a Europa. En un estudio reciente se cifra en más de medio billón de dólares los que han salido del país en los últimos años. Chaves explotó la situación de miseria en que se encontraba la mayoría de los venezolanos que le llevó al poder desde el que organizó un sistema de caridad que le garantizó la fidelidad de los menos favorecidos; aunque lejos de afrontar los problemas estructurales de su país y de poner freno a la corrupción lo que hizo fue perpetuar la corrupción y la miseria. Y como sucede casi siempre la copia, Maduro, ha sido peor que el original.

Quien conozca Caracas, una ciudad de seis millones de habitantes de los que al menos cuatro millones, los que habitan los ranchitos, viven en condiciones de extrema pobreza, llegará pronto a la conclusión de que los problemas de Venezuela tienen difícil solución a medio e incluso a largo plazo. Y comprenderá igualmente el fracaso de los gobiernos anteriores a Chaves y el apoyo que Chaves consiguió de la mayoría de la población venezolana que vivía por debajo del umbral de la pobreza.

La responsabilidad de lo que sucede en Venezuela, si afrontamos la situación sin prejuicios, debe repartirse: corresponde a los gobiernos corruptos de Chaves y Maduro y también a las clases dirigentes que han gobernado en Venezuela en los últimos cincuenta años, pues son también responsables del expolio de las riquezas de ese país y de configurar una sociedad de muy ricos y de muy pobres en que la clase media brilla por su ausencia.

Guaidó ha sido, como suele suceder a lo largo de la historia, esa gota que desborda el vaso de la paciencia de la población venezolana, incluso de una parte considerable de los que apoyaron a Chaves. Guaidó, además, ha conseguido convertir un conflicto interno, que los venezolanos no son capaces de solucionar, en un conflicto de nivel internacional que nos ha hecho regresar al escenario de la guerra fría que parecen añorar tanto Trump como Putin.

Rusia y China se posicionan a favor de Maduro y en contra EEUU y los Estados más relevantes de Unión Europea (Alemania, Francia, Reino Unido y España). Así las cosas no resulta posible que el Consejo de Seguridad de Naciones Unidas adopte una posición unánime, ya que los cinco miembros permanentes, que tienen el derecho de veto, sustentan posiciones enfrentadas que conducen a la inacción.

Pero este asunto nos interesa no solo por la circunstancia de que en España vivan unos cuatrocientos mil venezolanos y en Venezuela alrededor de doscientos mil españoles. Venezuela es un asunto interno español, pero es también un asunto que pone a prueba a la Unión Europea en el tablero internacional. El presidente Sánchez ha tomado una iniciativa arriesgada que se corresponde a los intereses españoles en Venezuela, pero adolece de una grave deficiencia: no parece que se haya consultado a la oposición si observamos el rechazo del PP y Ciudadanos, que consideran que la posición del Gobierno es excesivamente tibia. La política exterior debe ser una cuestión de estado y no parece que lo sea en la actualidad. El Gobierno no puede exigir que la oposición respalde sus decisiones sin más, sin haber conseguido convencerla antes de actuar y, por otra parte, la oposición no debe utilizar cualquier asunto para debilitar al Gobierno cuando, como en este caso, supone la debilidad de España en el tablero internacional. No parece que aprendamos de nuestros errores que hemos cometido a lo largo de la historia.

Que los principales Estados miembros de la Unión Europea tengan una posición firme sobre la crisis venezolana y, sobre todo, sobre cual debe ser el desenlace de la misma, una salida democrática, es una buena noticia, particularmente porque puede suponer un freno al ímpetu de Trump y una posición conciliadora con Rusia y China, que comienzan a tener importantes intereses en Venezuela.

El presidente López Obrador, en la rueda de prensa que dio junto con el presidente Sánchez el pasado 30 de enero, reiteró la posición mexicana de no injerencia en asuntos internos que contrasta con la posición española, con la de otros estados de la Unión Europea y con la de EEUU. No le falta razón a López Obrador porque la intervención de EEUU, que pudiera ser armada, desencadenaría un conflicto de proporciones incalculables. La Unión Europea debe aclarar su posición, más allá de lo que hasta ahora conocemos, oponiéndose a cualquier intervención armada en Venezuela y, en particular, a la intervención armada de EEUU. Y del mismo modo el Gobierno de España, debe manifestar con rotundidad que se opone a cualquier intervención armada que sería devastadora para Venezuela: sería un remedio peor que la enfermedad que sufren, lamentablemente, los venezolanos.

La Unión Europea y España deben seguir ejerciendo presiones sobre el régimen de Maduro con la finalidad de que sean los venezolanos los que resuelvan democráticamente sus problemas a través de unas elecciones presidenciales que cumplan todos los requisitos exigibles en un régimen democrático. Pues no cabe duda de que una presión sostenida de los principales estados de la Unión Europea y, a la vez, un despliegue diplomático dirigido a Rusia y China, en un breve plazo, puede posibilitar que los venezolanos decidan libremente sobre su destino, porque resulta obvio que la oposición venezolana al régimen de Maduro no es suficiente para inclinar la balanza hacia el lado democrático. En este contexto hay que celebrar el reconocimiento, el 31 de enero, de Guaidó como presidente provisional de Venezuela por el Parlamento Europeo, o el de España una vez vencido el plazo, que ha dado a Maduro el presidente del Gobierno español para la convocatoria de elecciones presidenciales democráticas.

No debe repetirse la inacción de la Unión Europea que pudimos comprobar con la anexión de Crimea por la Rusia de Putin, pero tampoco deben repetirse las intervenciones imperiales de EEUU en el continente americano. Venezuela necesita librarse del régimen de Maduro, pero no es suficiente el cambio en la cúpula del poder, ni instaurar una auténtica división de poderes, ni poner freno a la delincuencia que se cobra en ese país más victimas al año que las que derivarían de una guerra civil. Es necesario abordar las causas que han conducido a la situación que en la actualidad viven los venezolanos, a sabiendas de que la situación actual presenta unas dificultades extraordinarias que deben ser abordadas por los mejores con ayuda internacional. No será fácil liquidar la corrupción arraigada en la cultura venezolana, ni frenar la inflación, ni llevar a cabo una explotación eficiente del petróleo y de otras materias primas, ni llevar a cabo una inversión en educación, sanidad, pensiones públicas y otros servicios sociales. Venezuela debe aspirar a ser lo que debiera haber sido, uno de los países más prósperos y solidarios del continente norteamericano, en vez de la caricatura en que la han convertido las clases dirigentes de dicho país que nos es tan próximo.