Muchos indicadores ponen de manifiesto el imparable cambio climático que afecta a nuestro planeta pero son los glaciares -tanto los polares como los alpinos- los que mejor toman el pulso al avance del calentamiento global. La reducción de las masas de hielo no solamente se manifiesta en volumen y extensión, sino sobre todo en densidad, pues la fusión interna y el desarrollo de cavernas dentro de los glaciares (lo que se conoce como criokarst) avanzan imparables desde hace décadas.

Sin embargo, los glaciares no sólo permiten poder examinar el presente y predecir el futuro, sino que son también auténticas cajas negras que nos informan con gran exactitud de lo que ha acontecido en el pasado, al menos durante el último millón de años, en relación con el medio ambiente y el clima terrestres.

Para el estudio de la historia geológica de la Tierra, los geólogos recurrimos a menudo a los registros sedimentarios y para el Cuaternario -último período de nuestra historia geológica- los mejores registros son precisamente los que proporcinan los casquetes polares, pues las capas de nieve acumuladas año tras año van generando bandeados de hielo que nos permiten contar directamente los años. De este modo, la alternancia de días y noches polares (cada 6 meses) se presenta como los anillos de crecimiento del tronco de un árbol, con la gran diferencia de que un árbol puede aportar registros de hasta siglos, mientras que el hielo ha proporcionado registros de hasta un millón de años. Los primeros sondeos se realizaron en los ochenta (proyecto PICA) simultáneamente en Groenlandia y en la Antártida, y con ello se pudo determinar una perfecta correlación entre ambos polos. Los siguientes (proyecto EPICA) se han centrado en la Antártida, por ser allí mayor el espesor de hielo y por ende la coronología alcanzada.

La edad medida sobre los anillos del hielo ha sido ratificada mediante isótopos del hidrógeno (tritio y deuterio) contenido en las moléculas de hielo, pero asimismo, el análisis del Oxígeno-18, ha permitido reconstruir una curva precisa de la temperatura ambiente en el pasado. Uno de los registros más conocidos es el del sondeo Dome-3 de la Antártida, que alcanza hasta 800.000 años atrás. Durante ese lapso de tiempo hubo ocho notables episodios glaciares en que la temperatura se situaba entre 8 y 12 grados por debajo de la actual. Entre ellos hubo otros tantos episodios cálidos (interglaciares) en los que la temperatura fluctuó entre la actual y hasta más de cuatro grados sobre ella.

Hace unos 10.000 años empezamos a salir del último episodio glacial y la temperatura ha estado aumentando progresivamente por causas naturales. Por ello, algunos personajes peculiares como el «primo de Mariano Rajoy» o el poderoso Donald Trump han cuestionado las alarmas científicas sobre el calentamiento global y el cambio climático, sin tener en cuenta otras obvioedades que seguidamente destacaremos.

Otra sorpresa e información relevante que han proporcionado los registros de hielo es que las pequeñas burbujas de aire atrapado permiten conocer cuál era la composición del aire y, en particular su contenido en CO2. Observando la evolución de temperatura y CO2 del aire a lo largo de estos 800.000 años se comprueba una estrecha correlación, de manera que el contenido en CO2 de la atmósfera siempre aumentó (causas naturales) cuando lo hacía la temperatura. El GRAN PROBLEMA estriba en que los valores de CO2 actualmente registrados superan con grandes creces los límites históricos jamás registrados.

El valor máximo del CO2 atmosférico alcanzado en estos 800.000 años ha rozado sólo en una ocasión (concretamente hace unos 330.000 años) las 300 ppm (partes por millón). Actualmente, y si atendemos tan solo a las tendencias naturales, ese límite tan alto (300 ppm) deberíamos estar muy lejos de alcanzarlo. Y sin embargo no es así, pues el creciente consumo de combustibles fósiles (carbón mineral y petróleo), especialmente disparado desde mediados del siglo XIX, con la llamada Revolución Industrial, ha acelerado alarmantemente las emisiones de CO2 y su consecuente aumento en la atmósfera.

Decimos alarmante porque, aunque «no le tocaba de forma natural» en el año 1910 se alcanzaron ya las 300 ppm de CO2 en la atmósfera terrestre. En 1950 se alcanzaron 310 ppm, en 1975 se alcanzaron 330 ppm, en el año 2000 se llegó ya a 370 ppm y en el 2017 se habían alcanzado ya las 405 ppm, mientras que dos años después estamos camino de llegar pronto a las 410 ppm. Estos valores tan elevados y que siguen creciendo imparablemente tienen una clara explicación: el notable incremento del carbono que desde hace más de un siglo estamos lanzando a la atmósfera por la combustión de los combustibles fósiles significa que hemos generado un gran desequilibrio ambiental al quemar en tan poco tiempo (poco más de un siglo) un extraordinario volumen de petróleo y de carbón mineral que determinados procesos geológicos tardaron millones de años en formar y fijar en el subsuelo terrestre.

La cantidad del CO2 procedente de combustibles fósiles, que actualmente generamos, es del orden de 29 Gt (Giga toneladas) cada año. Esa cifra, multiplicada por 100 años, nos da unos valores totalmente coherentes con ese impresionante aumento (exceso) del CO2 atmosférico que venimos detectando y midiendo desde hace décadas. El problema no desaparecerá del todo frenando cuanto antes esas emisiones dejando de consumir combustibles fósiles (esta es la gran prioridad ahora mismo). Hay un problema añadido e imparable y es que la temperatura de la Tierra aumentará irremediablemente en las próximas décadas porque el CO2 hasta ahora emitido está en claro desequilibrio con la temperatura global, y si ésta no ha aumentado más rápidamente se debe, sencillamente, a la inercia del proceso, pues los océanos siguen actuando como importantes reguladores térmicos que ralentizan ese efecto de calentamiento global. Pero todo llegará, eso está claro.