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Ante el tripartito conservador

La aritmética es la energía fundamental de la política democrática: frente al ordeno y mando, el valor empírico de los números. La política valenciana sabe bien de eso. En los 90 se alumbró el Pacto del Pollo por el cual la suma del Partido Popular y Unión Valenciana pudo desalojar al PSOE de la Generalitat y del Ayuntamiento de València. Hubo sus más y sus menos pero, al final, la llamada del poder resultó suficiente argamasa para programar un gobierno común. Suele ser siempre así. Más de veinte años después, fueron las fuerzas progresistas las que se avinieron a confluir, dando pie al primer tripartito de la época moderna, el Botànic.

La convergencia de las izquierdas hace cuatro años puso muy nerviosos a los dirigentes del PP. Los populares reivindicaron entonces un modelo electoral de conveniencia, propugnando que los gobiernos se concedieran directamente a la lista más votada, la suya entonces, claro. Lejos estaban de imaginar que la moderación de Mariano Rajoy en la cuestión catalana iba a insuflar tanto viento en las velas de Ciudadanos y que, aún más imprevisible, la misma crisis política de la secesión iba a hacer renacer un nacionalismo españolista de tintes neofranquistas. El amplio espectro que abarcaba el PP, cuyo alcance iba desde el liberalismo centrista a los nostálgicos del pasado, se estaba cuarteando en tres y las elecciones andaluzas vinieron a corroborarlo.

Atrás quedan las proclamas por un sistema electoral mayoritario. El PP con menos votos de la historia reciente -desde la refundación de Manuel Fraga-, ha recuperado poder político y hoy, en la plaza madrileña de Colón, ha conjurado a sus fantasmas y a todos sus previsibles aliados para zarandear a Pedro Sánchez y asaltar el Gobierno que ya acaricia con la yema de los dedos. Y a muy pocos días de que comience el juicio contra los independentistas catalanes. La ciclogénesis política en marcha.

Y aunque estemos a punto de liquidar el bipartidismo, lo que perdura es el bloquismo, la política de bloques a derechas y a izquierdas, lo cual -nos recordarán los historiadores-, se parece bastante a lo acaecido durante la II República, de infausto final. Y aunque es cierto que abundan los dirigentes que no se sienten a gusto con los extremos y añoran los primeros tiempos más centrados de la democracia, al final cederán ante la corriente amazónica de su propio bloque.

Lo hemos visto estos días pasados. Felipe González y los barones más españolistas del PSOE se han desalineado de Sánchez y sus «concesiones» catalanas pero no le abandonarán. En la otra orilla, las encendidas soflamas peroradas por Pablo Casado, como si de un líder latinoamericano se tratara, no gustan a los liberales de su partido, de Núñez Feijoo a Juanma Moreno, Alberto Alonso o Borja Semper, y mucho menos si además deben asumir la extremada agenda ideológica de Vox. Tampoco Albert Rivera o Manuel Valls tragan con semejante sándwich, pero se apuntan sin remedio al bombardeo. Todos, o casi, acudirán a la concentración de hoy.

En este punto convendría repasar la historia, de nuevo, para releer los escritos de Manuel Azaña, un reformista devenido en aliado coyuntural de lo revolucionario que, finalmente, vaticinó las largas secuelas del ·desastre nacional» que supuso la guerra civil: «Cuando la antorcha pase a otras manos -dejó escrito el verano del 38-, a otros hombres, a otras generaciones, que se acordarán, si alguna vez sienten que les hierve la sangre iracunda y otra vez el genio español vuelve a enfurecerse con la intolerancia y con el odio y con el apetito de destrucción, que piensen en los muertos y que escuchen su lección: la de esos hombres que nos envían el mensaje de la patria eterna que dice a todos sus hijos: Paz, Piedad y Perdón».

Es un buen momento, me parece, para reflexionar que la democracia resulta ser un principio político para la convivencia entre quienes piensan diferente, no un modo de vencer al oponente para imponer un modelo social alternativo y sin consenso suficiente. En eso los catalanes se nos manifiestan bien españoles, tirándose al monte de la independencia con la sociedad catalana fracturada en dos mitades. Como el propio PSOE de Sánchez, tomando el poder también con una debilísima capacidad parlamentaria. Y ahora el PP, abriendo la caja de los truenos y aprovechando las impaciencias de Ciudadanos.

Hoy se sale a la calle para escenificar una hipótesis de tripartito nacional, en este caso conservador. Contra lo que la izquierda no parece ahora capaz de oponerse teniendo en cuenta que, como en València, también ha sido una alianza de tres lo que les permite gobernar, una alianza que, dicen, esperan repetir. Y es precisamente la sensibilidad más catalanista de la izquierda valenciana la que le sitúa en la esfera dialogante con el soberanismo catalán, un espacio político que cada día parece más aislado, una tierra de nadie habitada tan solo por el PSC, el PNV y las izquierdas periféricas. El problema catalán, lejos de estar hibernado parece haberse vuelto putrefacto en la despensa de la democracia española.

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