Que el Gobierno de Pedro Sánchez nació débil ni es un secreto, ni una noticia al alcance solo de mentes portentosas. Es así desde que nació, con esos 85 diputados escasos que dejan la capacidad de maniobra a años luz, por mucho arropamiento de los afines -que también tienen lo suyo- que le quieras poner. Dicho lo cual, andar cambiando de opinión, jugando al tetris con las citas electorales, hoy prorrogo, mañana adelanto, no contribuye a dar confianza a los receptores del mensaje, que somos, en definitiva, los depositantes de los votos. La situación, es cierto, es cada vez menos segura, con unos presupuestos que tienen tantas posibilidades de ver la luz como de que en este país haya un aumento de sueldo generalizado. Y es verdad que, aunque la gran manifestación de Colón fue menos grande de lo que soñaban sus convocantes, las alas les pueden crecer mucho si la cuerda se estira hasta 2020. Aun así, lo que es tóxico es que un puñado de agitadores se hayan erigido -con el permiso de todos nosotros- en los dueños del mango de la sartén cuando, en términos democráticos, no tienen ni para la sal de la tortilla. Como decía el amigo Coppini, malos tiempos para la lírica.
