Un amigo monárquico me pregunta, un tanto extrañado, por qué soy republicano. Como el whattsap no da para mucho, valga este artículo para explicarlo también a los lectores. Las monarquías modernas terminaron renunciando contra su voluntad a la mayor parte de sus privilegios intrínsecos para entrar en la senda constitucional. Pero, como España comprobó con Alfonso XIII, promotor de la dictadura de Primo de Rivera, con su hijo Juan, entregado a la sublevación militar de 1936, y con su nieto Juan Carlos, que siempre se declaró hijo adoptivo de Franco, las instituciones políticas son no solo lo que vemos ahora, sino también el invisible hilo que las une a su origen. No podemos separar una montaña de su cordillera solo porque nos inquiete ver las cosas en perspectiva.

«República» significa, simplemente, res publica; es decir, los asuntos públicos; es decir, lo común a todos. Este significado tan sencillo y universal sorprenderá a quienes ven asomar tras la forma republicana poco menos que las alas de murciélago de Belcebú. La república es lo común a todos porque quienes inventaron el gobierno compartido, los antiguos griegos, sabían que habían aportado a la historia política el imperio de la ley votada por la ciudadanía. Lo que la Roma republicana llamará «libertad de todas bajo la misma ley» (Libertas sub lege) era ya conocido en Grecia con el término «isonomía» (de Tó íson = Lo igual + Nomos = Ley). A esa ley común o republicana se sometían sin excepción todos los ciudadanos, incluyendo el más alto. La ausencia en la monarquía de aquellos valores democráticos que con la llegada de Roma se llamarán propiamente «republicanos» nos ayuda a explicar por qué todavía en 2019 el Rey Felipe VI es, por encima de toda ley, inimputable: «La persona del Rey es inviolable y no está sujeta a responsabilidad» (art. 56 de la Constitución). Esta «injusticia ajustada a Derecho», como la ha definido algún jurista, procede de la expresión latina aplicada a reyes y emperadores (Rex) legibus solutus: el rey está liberado de la ley. Para la cultura grecorromana, tal excepción era una indignidad que sólo podían tolerar los pueblos bárbaros.

Cuando Jenofonte dice en sus Helénicas: «Los bárbaros son todos esclavos, excepto uno», el uno era el rey, un sujeto político que solía presentarse como hijo de los dioses y padre protector de los súbditos. Aristóteles lo resumió con ejemplar laconismo: «Monarquía es la relación de los padres con los hijos; república, la de los hermanos entre sí» (Ética eudemia). La sociedad civil o republicana que nos dejaron en herencia los clásicos siempre se opuso, por principio, al espíritu teológico y paternalista de la monarquía de corte oriental. Grecia abre un abismo entre dos mundos que llega hasta el día de hoy: esos dos mundos se llaman Oriente y Occidente. Hay dos especies germinales de organización política, dice Platón en Las Leyes: una es la monarquía, que practican los persas, y otra es la democracia, que practicamos los atenienses. El símbolo de esa diferencia es la prosternación (proskynesis). Los súbditos orientales doblan la rodilla ante el rey; los ciudadanos griegos, solo ante los dioses. Como un residuo del servilismo monárquico ha llegado hasta 2019 la prosternación ante el rey y la reina de los ilustres huéspedes del Palacio Real al hacer el gesto de la genuflexión durante las recepciones oficiales. Los grecorromanos siempre encontraron ética y estéticamente repugnante semejante gesto cortesano. A mí, llámenme antiguo, me sigue ocurriendo lo mismo.