En Totalán, con motivo del rescate del niño Julen, hemos visto lo mejor de la sociedad y de los poderes públicos españoles. El pueblo de Totalán y la inmensa mayoría de los ciudadanos españoles han mostrado una solidaridad extraordinaria con la familia de Julen, los medios de comunicación se han volcado como en pocas ocasiones hemos visto en nuestra reciente historia, y los poderes públicos no han escatimado medios personales, técnicos y materiales que se han coordinado de manera estimable, habida cuenta de la necesidad de una respuesta rápida a un reto inesperado e inédito. En fin, hemos asistido a una explosión de empatía que lejos de ser una excepción en el comportamiento de los españoles se puede decir que es la norma en situaciones como la que ha tenido lugar en Málaga.

Lamentablemente el niño Julen no ha sobrevivido al desgraciado accidente. Ahora se debe atender a las víctimas, a los padres del niño y a sus los familiares más próximos. Pero, más allá del desánimo que nos invade debemos sobreponernos y hacer algunas reflexiones, valorando las causas de lo sucedido y, sobre todo, poniendo en la balanza las ventajas, en todos los órdenes, de las políticas preventivas sobre las políticas que solo contemplan la intervención posterior a la producción de siniestros, aunque por mucho prevenir nunca se podrán excluir al cien por ciento los siniestros que los seres humanos sufrimos. Por lo que ambas políticas y medidas preventivas y reactivas deben convivir y complementarse.

En el caso que nos ocupa, no cabe duda de que el accidente de Julen se podría haber evitado si el sondeo en busca de agua hubiera cumplido la normativa que lo rige. Por el contrario, parece acreditado que ni se solicitaron los permisos preceptivos, ni se cumplieron las normas más elementales de seguridad posteriores a la realización del sondeo, ni las autoridades ejercieron las competencias de supervisión sobre ese y sobre miles de sondeos ilegales que se practican en toda España. La prevención brilló por su ausencia. Y el resultado en el caso que nos ocupa es tremendo, se ha cobrado una vida humana, ha destrozado a una familia y ha ocasionado unos costes personales, emocionales y económicos extraordinarios.

Lo sucedido en Totalán debe servir para reflexionar sobre la intervención de las Administraciones públicas en la sociedad. En pocas palabras se podría decir que las Administraciones Públicas de las democracias avanzadas deben situar en un primer plano la prevención de los riesgos, sin que ello signifique abandonar la reacción frente a los siniestros en todos los órdenes.

La sanidad es uno de los sectores en que se aprecia con mayor claridad las consecuencias de no prevenir. Los sanitarios mejor preparados lo advierten con frecuencia: la sanidad debe ser universal, y no solo por razones humanitarias, que son fundamentales, sino porque los que quedan fuera del sistema cuando contraen enfermedades pueden contagiar al resto de la población creando auténticas epidemias que ocasionan desgracias personales en muchas ocasiones irreparables y que, en todo caso, ocasionan gastos a los Estados que multiplican las cifras de lo que hubiera supuesto una óptima sanidad universal preventiva. El aparente ahorro que se consigue limitando la sanidad universal, u otras medidas que limitan el acceso libre y pleno a los servicios sanitarios, es un error de quienes no saben ver las consecuencias de las políticas públicas a medio y largo plazo.

Las consecuencias de no volcar las energías sociales en la prevención, que no excluye en su caso la curación, permítasenos la metáfora, se puede aplicar a la mayoría de las actividades humanas. Por poner unos pocos ejemplos, hemos visto y sufrido las consecuencias de la falta de prevención en la crisis económica iniciada en 2008 de la que todavía estamos saliendo, que ha dejado a su paso millones de víctimas; conocemos las consecuencias de no haber tomado medidas para formar a los jóvenes en los valores y principios constitucionales causantes, en gran medida, de la desafección por la democracia; sabemos que no educar a los jóvenes en la igualdad de mujeres y hombres trae como consecuencia una de las lacras que vivimos en la actualidad; sabemos igualmente que en los sectores en que la seguridad preventiva ocupa una posición central, como por ejemplo en el tráfico aéreo, los siniestros son excepcionales.

Las ventajas de las políticas de prevención de riesgos son más que evidentes. Y no solo porque la falta de prevención se cobra víctimas humanas sino porque deja un rastro dramático en las familias y en la propia sociedad, que dedica grandes esfuerzos posteriores para resarcir a las víctimas que sobreviven a catástrofes o a simples accidentes.

Bien es cierto que los sistemas de vigilancia e inspección de las actividades humanas se han incrementado en las últimas décadas en las sociedades más avanzadas, pero no es menos evidente que no es suficiente. Las teorías neoliberales que todo lo cifran en un ordenamiento jurídico sancionador, administrativos y penal, que solo opera con posterioridad a la realización de conductas infractoras o delictivas convierten a nuestras sociedades en junglas. Naturalmente, es necesario que cualquiera sociedad democrática avanzada disponga de sanciones administrativas y penales, aunque estas deberían someterse a una profunda revisión. Pero está más que demostrado que las sanciones administrativas y las penas tienen unos efectos muy limitados en lo que se refiere a la corrección de conductas infractoras. Hemos visto, por ejemplo, como 2019 se ha inaugurado con numerosos asesinatos de mujeres cuando todos sabemos que ese tipo de crímenes puede acarrear la prisión permanente revisable. El volumen de infracciones y de delitos, véanse por ejemplo los de tráfico de drogas o los de trata de personas, no sufre ningún descenso que pueda considerarse estimable por mucho que se incrementen las sanciones administrativas o penales que retribuyan conductas antisociales.

Poco éxito estamos teniendo los que hemos considerado que afrontar las causas de los fenómenos sociales debe ser el objetivo de los gobiernos en todos los órdenes, aunque la prevención no debe excluir abordar las consecuencias del incumplimiento de las normas. Ejemplo significativo de ese fracaso es la política penitenciaria de nuestro país en que puede decirse que los establecimientos penitenciarios no cumplen el mandato constitucional de reeducación y reinserción social; los internos cando salen de dichos establecimientos, al cumplir sus condenas, siguen igual o peor que cuando entraron. Se ha hecho un esfuerzo extraordinario por dignificar la vida de los internos (los establecimientos penitenciarios españoles son de los más modernos y avanzados de occidente), pero no se ha invertido nunca lo suficiente en el personal especializado para lograr el mandato constitucional. Y la consecuencia es que el enorme gasto social que supone nuestro sistema penitenciario es poco útil, es algo así como construir una mesa con dos patas, no sirve para la función que debe realizar.

Todo esto nos lleva a un debate que debieran iniciar los partidos políticos y la sociedad en su conjunto sobre la orientación de nuestras sociedades. No se trata, a nuestro juicio, de optar, como muchos pretenden, entre la libertad y la igualdad, como si fueran incompatibles, sino de seguir haciendo el esfuerzo de conciliar libertad e igualdad, es decir, de seguir el viejo y estimable rumbo que se propusieron los fundadores de la Unión Europea creando sociedades inclusivas que postulen la igualdad y que creen escenarios de libertad capaces de que lo mejor de los ciudadanos se manifieste, de manera que nuestras sociedades sean cada vez más prosperas. Y en ese contexto, la prevención tiene que ocupar una posición principal en el intento difícil, pero que siempre hemos ambicionado los humanos, de vencer los retos que no dejamos de enfrentar.