La lectora ciega es un libro sobre la vida, lleno de vida, que una autora gaditana, Paqui Ayllón, vino a presentar la pasada semana en la casa de los ciegos de València. Es un libro repleto de entusiasmo y de energía para defender la voluntad de ser desde dentro en el espacio de la libertad que el sentimiento nos impone. Todo este libro está impregnado de la idea de que la inteligencia se propone, como ella subraya repetidamente y en el desarrollo de distintos argumentos, dominar la materia para servir a la vida, mientras que la intuición es la vida que se vuelve sobre sí misma. Y entre los escritores y escritoras por los que Ayllón siente pasión, y habla de ellos y ellas en este libro, está Ana María Matute. Mi querida y admirada Ana María se dedicó en exclusiva a imaginarse en los otros o a sentirse otra al otro lado del espejo, que es lo que le permitió durante toda su vida la relación con sus sueños y el desarrollo de su trabajo con la imaginación. Quizá para desmentir a quienes piensan, equivocados, que la cruel y feroz fantasía es dulce evasión. Y creo que ambas -Ana María y Paqui- podrían estar de acuerdo con Milan Kundera cuando dice que la teoría de un prosista ha de ser siempre ágil y placentera, «conservando celosamente su propio lenguaje, huyendo como de la peste de la jerga de los eruditos».

El libro de Ayllón se trata de una obra sobre la emoción, cuya lectura nos suscita constantemente emociones. Y si he disfrutado mucho con su lectura es porque quizá esté de acuerdo con el italiano Antonio Tabucchi cuando afirmó: «No creo por completo en la edad de la inocencia, creo que en cuanto alcanza un vislumbre de razón, el niño espía a los adultos». Pero en todo lector hay también un espía. Quizá tal vez lo vea yo mismo así porque para mí existe un placer mayor que la escritura, la lectura.

Borges, que tan extraordinario mundo inventó en los libros, se consideró siempre más lector que escritor. Alberto Manguel, que ha escrito una amenísima Historia de la lectura, se da a hablar en ella del placer de leer, que es un placer que le recomendaba a él Borges, precisamente, y que cultiva ahora mucha más gente que antes. No sólo porque lo digan las estadísticas, que lo dicen, sino porque puede comprobarlo cualquiera que use el transporte público en España. Quizá por eso la gente de las ciudades lee más que la de los pueblos: para superar las distancias. Lo cierto es que Manguel defiende la convivencia del libro con los nuevos soportes tecnológicos, mientras aquí se hunden en la aflicción los que ven enemigos del libro por todas partes.

Está claro, pues, que además de observar a la gente y hablar de libros y de escritores con los que se encuentra con mucha naturalidad, la escritora Ayllón consigue que este libro suyo, editado por La esfera de los libros, contenga a veces hermosas páginas de reflexión en la que aparecen asimismo sus lecturas. Y hasta sus lecturas poéticas. Y su atrevimiento con la poesía. Un libro que no hace otra cosa que confirmar que no sólo la poesía no le es ajena, aunque no la trabaje, sino que la poesía en prosa traspasa con frecuencia su relato. Al menos en los momentos en los que la emoción se instala en él.

Pero Ayllón habla, sí, de sí misma: se desnuda siempre. Y se desnuda en medio de todos. Ella está en el escenario, pero más que para exhibirse para mirar. Se reprende, se corrige o se satisface, si es necesario, pero carece de toda solemnidad; se da importancia cuando quiere y se la quita con la misma facilidad. Va y viene de su infancia a su vida actual y surgen por medio evocaciones de su pasado a las que toca de humor unas veces y de emoción intensa otras. Nos cuenta su vida, por supuesto, porque no sólo le encanta contárnosla, sino porque forma parte de su ser el don de la autobiografía y la memoria. Pero además nos cuenta su vida no sólo por lo que ha vivido o lo que vive, sino porque eso, su vida, tiene un escenario compartido con los otros.

Podría decirse, pues, que casi todo lo que ha escrito Paqui Ayllon ha sido una manera de contarse a sí misma si no fuera porque haciéndolo describe también de un modo magistral a los demás; a los próximos y a los ajenos. Y porque su vida se ha desarrollado siempre mirando alrededor, como en este libro de narradora valiente donde sigue mirando.

En el ejercicio de su propia descripción nunca se queda en el yo, impone a la curiosa que lleva dentro. Y lo hace a veces con una pretendida ingenuidad que no llega a ser tal. Su ejercicio de memoria carece a mi parecer de voluntad confesional, aunque se produzca, si es que alguien lo ve así. Porque es verdad que ella cuenta su vida de un modo tan natural que se diría que fluye el relato casi sin darle importancia a su protagonismo. Ni al protagonismo de los que la han rodeado o la rodean y son contemplados siempre con comprensión y ternura. Y hasta con secreto.

Cuento pues, de manera somera y superficial, los derroteros por los que discurre esta obra. Pero digo bien cuando digo que de modo superficial porque es tan largo y hondo el relato de Ayllón, a la vez que ameno, que se resiste a cualquier resumen. Tanto porque las reflexiones se encadenan como por la propia emoción del relato y el entusiasmo que la escritora ciega pone en él.

Todo un gozo en este tiempo en que la palabra está prostituida en el espacio público. Cuidado con los enemigos de la palabra, cuidado con los enemigos del sueño; cuidado, mucho cuidado, con los enemigos de la razón. La razón puede ser ciega, pero no maldita. Aunque por lo que percibo ahora algunos la tengan por asquerosa. Y ella a ellos. Bien es verdad que la razón perdura y de los idiotas y las idiotas acaba librándose.