No han pasado ni sesenta días de este 2019 y ya son ocho las mujeres asesinadas por su pareja o ex pareja. La violencia de género no da tregua. Sheila, de 29 años, es la última de esta lamentable lista, la primera víctima mortal de este año en la Comunitat Valenciana.

Escuchamos hasta la saciedad en estos días que había denunciado por malos tratos a varias de sus anteriores parejas. Pero no a Jorge, el padre de su hijo de apenas tres meses y su presunto asesino. Conocía, pues, los mecanismos que la justicia pone a disposición de las mujeres que padecen esta lacra, pero no recurrió a ellos. Y ahora es tarde para plantearnos si este fatal episodio violento que acabó con su vida fue el primero que protagonizaba Jorge o era una práctica reiterada.

De un modo u otro, la cuestión es que una vez más, y ya van muchas, la violencia machista ha cercenado una vida… Una vida de 29 años, uno más de los que tenía Romina Celeste y muchos menos de los que tenía Rosa, de 69 años. No es una cuestión de edad, ni de clase social. La violencia de género amenaza por igual con independencia del nivel formativo y del económico.

Y las medidas que hasta ahora se han puesto en marcha no han conseguido erradicarla. Desde el punto de vista legislativo, ni la ambiciosa Ley Orgánica 1/2004, de 28 de diciembre, de Medidas de Protección Integral contra la Violencia de Género, ni las sucesivas reformas del Código Penal han resultado.

La primera mantiene que «los actos de violencia que ejerce el hombre sobre la mujer con ocasión de una relación afectiva de pareja constituyen actos de poder y superioridad frente a ella, con independencia de cuál sea la motivación o la intencionalidad del agresor». La consecuencia inmediata la encontramos en el Código Penal, que fija castigos concretos para la violencia de género, diferenciándola así de delitos de lesiones comunes. De este modo, estamos ante unas medidas de protección que conllevan una desigualdad de trato, en la medida en que las penas previstas para determinados delitos se agravan cuando estos se infligen, por parte del hombre, contra quien hubiera sido o fuera su esposa, o mujer que esté o haya estado ligada a él por una análoga relación de afectividad -aun sin convivencia- o contra persona especialmente vulnerable que conviva con el autor.

Por su lado, la doctrina mayoritaria ha venido incorporando este planteamiento, definiendo la violencia de género como «la manifestación de la discriminación, la situación de desigualdad y las relaciones de poder de los hombres sobre las mujeres ejercida sobre éstas por parte de quienes sean o hayan sido sus cónyuges o de quienes estén o hayan estado ligadas a ellas en análoga relación de afectividad, aun sin convivencia, incluyendo dentro de la misma todo acto de violencia física y psicológica, las agresiones a la libertad sexual, las amenazas, las coacciones o la privación arbitraria de libertad».

Tanto el legislador como la doctrina han venido, pues, considerando que toda violencia del hombre contra la mujer implica per se una manifestación de esta superioridad o dominación que la hace merecedora de mayor sanción penal, sin necesidad, en consecuencia, de probar este ánimo. Sin embargo, la cuestión no es pacífica. Voces autorizadas del ámbito jurídico han mantenido que, a la hora de determinar si determinadas conductas son enmarcables en el ámbito de la violencia de género, sería necesario valorar la intencionalidad del autor con el fin de que se probara la existencia en su actuación de una especial intención de dominación del hombre sobre la mujer. Es decir, que sin tal vocación de superioridad o humillación, no cabría hablar de violencia de género y, por tanto, de penas agravadas.

El Tribunal Supremo, tras años de vaivenes, ha concluido hace apenas unos días en una Sentencia del Pleno de la Sala Penal que «Se entiende que los actos de violencia que ejerce el hombre sobre la mujer con ocasión de una relación afectiva de pareja constituyen actos de poder y superioridad frente a ella con independencia de cuál sea la motivación o la intencionalidad». De manera que se impone la tesis de quienes defendían que para poder calificar una actuación como delito de violencia de género no es preciso acreditar un ánimo de dominar o de machismo, siendo suficiente el comportamiento objetivo de la agresión.

La mencionada Sentencia contiene un voto particular, al que se adhirieron cuatro magistrados. Para éstos, la aplicación automática y mecánica del delito de violencia de género al hombre implica una presunción en su contra que es precisamente la que lleva a imponerle una sanción más grave. Para muchos, este automatismo se interpreta como una desigualdad de trato entre el hombre y la mujer, contrario al principio de igualdad recogido en la Constitución.

De una forma u otra, la realidad nos devuelve un recuento macabro de víctimas de esta violencia: casi mil mujeres han muerto en España desde 2003, año en que se empezaron a contabilizarse. Una cifra vergonzosa a la par que intolerable, que no deja de aumentar sin que las distintas medidas implementadas por las instituciones públicas logren contenerla. Se ha demostrado que la agravación de las penas no es suficiente y, desgraciadamente, parece que las medidas educacionales tampoco funcionan ya que los episodios de violencia cada vez se detectan a edades más tempranas.

Entiendo que el esfuerzo del legislador y de los poderes públicos en general no solo debe mantenerse, sino aumentarse. Pero tal esfuerzo será en vano si no interiorizamos desde niños la necesidad de desterrar el machismo, procurando una educación en valores en la que prime el respeto a los demás y, sobre todo, la idea de equidad entre hombres y mujeres en una sociedad en la que los roles de género mantenidos tradicionalmente hace años se vienen desdibujando y donde debe acogerse y normalizarse una igualdad total.