En ocasiones el tema de un artículo es elegido; en otras viene impuesto, pues se hace tan presente en nuestro día a día y con tal fuerza e inmediatez que no es posible esquivarlo, que no se deja relegar. Este es el caso de las negociaciones con el nacionalismo catalán, reguladas por un interés único: el logro de su autodeterminación. Y se pretende mediante el diálogo conducir a la aceptación de este fin a quienes no participan en modo alguno del mismo. A esos tales se les requiere para que asuman «con valentía» la continuidad del diálogo hasta que se gane ese y no otro fin apetecido por una población dividida. El diálogo así planteado no es diálogo.

Hacernos un juicio sobre esta posición es especialmente difícil para quienes hemos creído que nuestro modo de ser ha venido siendo conformado en función del diálogo que mantienen entre sí los ciudadanos que participan de cada una de nuestras distintas formaciones culturales. Respeto y apoyo para cada lengua y para comunidad cultural, teniendo bien presente que hasta la naturaleza aloja en un lugar determinado de nuestro cerebro la lengua materna, pero nos ha dotado de recursos para proyectar nuestra personalidad más allá de la formación cultural que hayamos conocido dentro de las murallas que pueden haber alojado nuestra infancia y nuestra juventud. Si nos escandalizan algunas páginas del Sr. Presidente de la Generalitat que parecen haber justificado su «ascenso», es porque la defensa de «su identidad» no busca solidaridad ni concordia con los otros; más aún, para el triunfo de «su identidad» se ahonda día a día en una ruptura civil que denuncian propios y extraños, y pretende lograrlo invocando esa «lucha» a la que apela y que entiende que ha de ser «encarnizada».

Ahora bien, en este contexto conviene no olvidar que los ciudadanos han instituido una forma de relacionarse que pasa por los parlamentos, que requiere de reglamentos y de respeto a la ley. Todo ello lo hemos instituido como medio para garantizar nuestra ciudadanía; nadie tiene derecho a favorecer la ocultación, a presentar los temas importantes banalizando las mismas decisiones tomadas, enmascarando los objetivos (¡qué espectáculo el de la Sra. Vicepresidenta!). Creo que invocar el diálogo aceptando que hay una y sola una conclusión, no es diálogo; no pasa de retórica barata, búsqueda de una estrategia que economice esfuerzos y favorezca la imposición de esa posible solución.

Nuestro Parlamento debería retomar la apelación a un federalismo al que no se acaba de dar forma. Ahí tendría nuestro Presidente motivo serio para la reflexión y para la propuesta de un modelo. Ello precisa de todo el saber de nuestros Parlamentos y de otras personas que están fuera de ellos, pero que servirían con fidelidad, honestidad y lucidez la búsqueda de una posible solución. Una propuesta que ha de surgir sin sumisión a pseudofilosofías de la identidad.