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Sexo en el seno de la iglesia

La Iglesia Católica de Roma se reconoce sobrepasada por la afloración de cientos de casos de abusos a menores. No lo dice cualquiera sino el mismísimo sumo pontífice, el papa Francisco, uno de los más humildes y cercanos de los últimos tiempos, quien ha congregado a los suyos este fin de semana en una cumbre vaticana para analizar la cuestión. Al hilo de la misma, la plaza de san Pedro y sus alrededores han recibido a multitud de víctimas que entre afligidos y soliviantados demandan más firmeza a los mandos eclesiales.

El tema, desde luego, no es nuevo. Lo que está pasando es que se ha convertido en artículo de primera para los medios y las inmediatistas redes sociales, hasta generar un fenómeno imparable, una corriente en la opinión pública casi amazónica, un mainstream anticatólico que obliga a una intervención profunda por parte de Francisco y sus purpurados. Ya no caben medias tintas y ocultaciones por más que en algunos casos, como en los Estados Unidos, las demandas contra obispos y otros altos cargos pueden dejar muy tocada financieramente a la Iglesia Católica en aquel país, mayoritaria en más de una decena de estados, y en especial en Massachussets y Nuevo México, pero también en Nueva York y en California, a pesar de la animadversión romana de Hollywood.

La pederastia en la Iglesia resulta, por supuesto, moralmente inaceptable por lo que tiene de hipocresía de sus causantes y desvalimiento para las víctimas, más si cabe cuando hablamos de niños, muchos de ellos huérfanos o pobres acogidos en la Iglesia precisamente para defenderles de una sociedad violenta, desigual y despiadada. Que las autoridades religiosas hayan mirado hacia otra parte, anteponiendo salvaguardarse del escándalo público antes que velar por el sufrimiento de las personas, resulta también una adición profundamente descorazonadora.

Viene de lejos, no obstante, esa pésima relación entre el catolicismo y el sexo. Trento fue el punto y aparte, el concilio que a mediados del siglo XVI tuvo que poner freno a las «solicitaciones» sexuales de sacerdotes y jerarcas, incluyendo papas, así como al avance del luteranismo puritano en media Europa. La Contrarreforma que surgió de aquel Trento exigió moderación en las formas y reprimió el sexo con ahínco, incluso inquisitorialmente, en el seno de la Iglesia. Nada tuvo que ver al respecto la leyenda negra que se cernió sobre la familia setabense de los Borja, dicho sea de paso.

El escenario en el interior de la Iglesia Católica no podía ser más conflictivo desde entonces, como así fue. Por un lado, Roma se oponía con firmeza a la pulsión sexual, incluyendo la más natural y sin perversiones, reafirmando el compromiso con el voto de castidad por parte de su clerecía. Por otro, la Iglesia en su conjunto se iba convirtiendo en refugio de aquellos que no podían expresar sus preferencias sexuales diferentes, como ha venido siendo el caso de muchos homosexuales, dado el carácter más sereno de las congregaciones sacerdotales frente a la intolerancia exterior.

Veámoslo así: en una sociedad cada vez más particularmente homófoba, la Iglesia dio paz a multitud de homosexuales, así que no es extraño que algunos atrevidos sociólogos actuales especulen con que más de la mitad de los miembros de la Iglesia podrían ser gays o tener debilidades en ese sentido.

Desde luego, si uno lee a Sigmund Freud cae abrumado ante la problemática sexual de los humanos. Podemos seguir al maestro vienés e incluso reconocer una sexualidad incipiente en la relación mamaria de un bebé con el pecho lechoso de su madre o ama de crianza, pero me parece a mi que no debiéramos llegar tan lejos creando barreras protectoras que refrenen la afectividad a través del contacto físico de un modo en extremo exagerado. Ver a un abuelo acariciar el rostro de un niño, el efusivo abrazo entre dos adolescentes o las tiernas miradas transmisoras de admiración física hacia otra persona no pueden ser criminalizadas sin más. En este punto, conviene dejar el psicoanálisis freudiano y volver a alquilar la película Matar a un ruiseñor del admirado personaje Atticus Finch.

Como ya ocurriera en el Concilio de Trento, la Iglesia Católica se enfrenta de nuevo a un importante dilema moral y debe resolverlo con serena valentía, sin cerrar filas de modo acrítico y sin emprender tampoco persecuciones gratuitas. Cuenta con un buen guía al frente en estos momentos. Si lo hace, además, podrá servir de ejemplo ante el despiporre actual que padece la propia sociedad laica, incapaz en estos momentos de resolver sin merma de libertades individuales la proliferación digital de comportamientos sexuales perniciosos.

La Iglesia tiene ante sí un verdadero examen de contrición, pero nosotros, seglares, igualmente vemos sobre expuestos a nuestros hijos a la pornografía del mayor voltaje que circula libre y gratuita por internet, a las redes de pederastas y a cuantas desviaciones moralmente reprobables uno pueda imaginar. Como bien dijo Freud, todos los humanos estamos enfermos y no tenemos curación posible, se trata al menos de reconocerlo, saberlo llevar y ponerse manos a la obra para ordenar legalmente el nuevo mundo en forma de holograma al que hemos arribado sin manual de instrucciones ni Estado paternalista que venga a resolverlo.

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