"Ladran, Sancho, señal que cabalgamos" es la frase apócrifa más famosa del Quijote. Se atribuyó misteriosamente al ingenioso hidalgo, cuando en realidad pertenece al poema Kläffer -Ladrador-, que Goethe compuso en 1808, cuya última estrofa reza: «Quisieran los perros del potrero por siempre acompañarnos / Pero sus estridentes ladridos sólo son señal de que cabalgamos». En cualquier caso, la sentencia de marras, que depurada es «ladran, luego cabalgamos», me la trajo a la memoria una conocida editora valenciana: comentábamos el panorama general de la publicación y la venta de libros cuando afirmó que nunca se había escrito tanto como ahora ni se había leído tan poco.

Yo hubiera preferido que dijera: «escriben, Yago, señal de que leen». Hubiera sido más quijotesco y más ideal; más utópico y más ilusionante. Pero dijo: «muchos escritores y pocos lectores», que resulta decadente y triste, pesimista y casi apocalíptico. Recordé, pues, lo de Cervantes -lo de Goethe- por asociación, que no equivalencia, de ideas. El caso es que hoy escribe más gente que nunca; que hay escritores en los armarios, bajo las baldosas y detrás de las cortinas; que todo el mundo tiene cosas que decir e intenta decirlas en letras de molde -perdón, quise decir offset- impresas en papel satinado, con los pliegos cosidos y las tapas plastificadas a todo color. Los autores forman enjambres a las puertas de las editoriales, porfiando, dando la tabarra, exigiendo ver lo suyo encuadernado. Hay una oferta literaria descomunal; una tremenda, extendidísima fruición de contar y contarse; un verdadero prurito de criticar, despotricar y disparatar sobre lo que sea; un escribir que a la postre sólo es garlar, cotorrear, elevar a la categoría de vocación el vicio del Facebook y hacer el ridículo. El vecindario percibe la gran banalización de la literatura y se hace muy selectivo. Incluso hay quien se refugia en los clásicos. De modo que mengua la clientela para el sinfín de novedades que satura el mercado. No quedan suficientes lectores, y la explicación del fenómeno está en las conversaciones de los adolescentes: hablan con rapidez, con ansiedad, con frenesí; encadenan máxima tras máxima, consigna tras consigna, bobada tras bobada; verbalizan con prisa y sin pausa sus impresiones; pero no escuchan. Su estridencia rivaliza con la de los pájaros en el crepúsculo; su gorjeo no tiene tasa ni reflexión. Por eso los emisores constituyen hoy una plétora sin precedentes mientras que los receptores atraviesan una decadencia inédita. Se quiere hacer pasar la cháchara improvisada por auténtica literatura. Es una variante, un aspecto más de la rebelión de las masas. Jamás hubo tantos escritores para tan pocos lectores.