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Independentismo, el peor obstáculo de la democracia española

El título trata de condensar aquello que en los próximos dos meses puede angustiar a votantes que no desean un gobierno articulado alrededor de Pablo Casado, con el apoyo de VOX y los aprendices de brujo de Ciudadanos, pero que, sin embargo, temen por el futuro de la herencia de la transición. Desgraciadamente el equipo de Sánchez no ha sabido verbalizar los objetivos que, más allá de la mística del «diálogo», pensaba obtener en su acercamiento a Torra y a sus gentes, quienes al contrario, si han sido nítidos en su objetivo de lograr una independencia que consideran legitima.

Las sesiones del Tribunal Supremo (TS) magistralmente presididas por el Juez Marchena, ayudan a analizar la coyuntura política que estamos viviendo. Respetando los sentimientos personales, la impresión es que esta crisis, curiosamente coincidente con los años de la Gran Recesión, puede ser el resultado de estrategias cortoplacistas (por tanto simples tácticas) no exentas de improvisaciones, adoptadas por dirigentes que en su huida hacia adelante no han valorado lo que supondría esta independencia en el marco español y europeo.

La actual confrontación directa con el Estado amenaza la cultura del compromiso democrático y del olvido responsable de pasados conflictos, todo conseguido a través de una Constitución, votada, en 1978, por el 91% de los catalanes y obviamente susceptible de ser reformada entre todos. Fue fruto del compromiso obtenido entre las élites nacionales y regionales bajo la condición del reconocimiento de la pluralidad de nacionalidades basado en un proceso de descentralización sin equivalente en países europeos no federales. Ciertamente en aquel episodio sobro entusiasmo y falto el rigor propio del auténtico federalismo fiscal.

Los independentistas han generado una gran crisis en nuestro proyecto democrático al usar una crítica radical para deslegitimar instituciones nacidas entonces. Lo ocurrido durante estos últimos años no es tanto la crisis propia de una enfermedad grave, como una respuesta coyuntural que destruye la nueva cultura política nacida hace cuatro décadas. Sin duda el independentismo no es el único culpable de este retroceso pero, en estos días de juicio en el TS, hay que preguntarse por las razones que han convertido al nacionalismo catalán en el peor enemigo de nuestra democracia.

En Julio de 1998 en la «Declaración de Barcelona» PNV, la hoy extinta CiU y el gallego BNG afirmaron que la articulación de España como Estado plurinacional seguía sin estar resuelta y que debía empezar una nueva etapa, en el curso de la cual sus respectivas realidades nacionales fueran reconocidas por el Estado y por Europa. El consenso del 78 sólo había durado 20 años y los nacionalistas le dijeron a Aznar que la España de las 17 Autonomías estaba finiquitada.

Pocos recogieron aquel mensaje, pero en los siguientes 20 años ocurrieron cosas: 2005 un nuevo estatuto de Cataluña impulsado por Zapatero y Maragall; 2010 el Tribunal Constitucional lo anula parcialmente en particular el preámbulo que definía a Cataluña como una nación. La manifestación de Barcelona contra esta anulación ya se aproximó al millón de personas. En paralelo con las consecuencias de la Gran Depresión, allí se engatilló el engranaje que ha conducido al TS. Empezaba un juego de suma no cero: ni Cataluña, ni el resto de España van a beneficiarse.

Progresivamente se instaló una doble lógica: la tensión propia de izquierda/derecha y el enfrentamiento centro/periferia que puso a prueba el pacto constitucional. El paso del nacionalismo al independentismo convirtió líneas respetadas de discrepancia política, en líneas de fractura. El independentismo fantaseó con el pasado hasta llegar a Casanova en 100714, construyendo el relato de una nación catalana humillada y menospreciada por el centralismo castellano de siglos, borrando sin más el episodio de la ruptura democrática de 1978 para así poder argumentar la continuidad de la opresión franquista. El objetivo de sobreimponer y confundir la separación entre independentistas y anti independentistas, con la propia de izquierda/derecha se ha conseguido en buena parte. Lo progre es la independencia, hablar de España es de reaccionarios. El panorama se agravó cuando la mayoría independentista necesito el sostén de la CUP, que la ha tenido de rehén desde entonces. El PSC paso a la marginalidad cuando históricamente había jugado un papel de correo de transmisión y debate entre Madrid y Barcelona. Desde entonces la sensación que se percibe, desde fuera de Cataluña, es la de un movimiento que puede haber perdido el sentido de la realidad encerrándose en un mundo paralelo con la ensoñación de una unanimidad que no existe, recurriendo al procedimiento del referéndum para autoafirmarse y legitimarse. El primero fue en 2014: faltó legalidad y transparencia; victoria del independentismo; y gran abstención. Con una nueva mayoría en 2015 Puigdemont, encarnó este falso consenso y la dinámica se centró en organizar un referéndum «verdadero» que todavía hoy no sabemos quién ha financiado. De nuevo falta de legalidad, victoria del Sí pero sólo con 2,2 millones de votos, más o menos registrados. Siguieron los episodios habidos con motivo de la Declaración Unilateral de Independencia. La huida de Puigdemont a Bélgica y el inevitable TS.

Posiblemente el error capital haya sido no reconocer que está operando sobre una población gravemente dividida y la ignorancia poco menos que ofensiva que ha tenido respecto al resto de Autonomías y ciudadanos españoles. Es de agradecer, nunca es tarde si la dicha es buena, que el viernes Torra encargara «la realización de una encuesta sobre la opinión política dirigida al conjunto del Estado», al objeto de disponer de «la opinión y de la percepción del conjunto de los ciudadanos del Estado y no sólo de Catalunya», sobre la «actual situación política, económica y social que se vive».

El historiador francés Benoît Pellistrandi, en su reciente Le Labyrinthe catalan (Desclée de Bouwer, 2019) opina que en la estrategia independentista existe una deriva patológica que a la vez sería racista, divisiva (a la manera de Trump) y antidemocrática. Racista por llevar al límite la visión del nacionalismo; divisiva al producir una ruptura entre catalanes de campos opuestos, y antidemocrática por poner en cuestión nuestra propia democracia.

Habría sido bueno que el equipo de Sánchez se hubiera posicionado de alguna forma sobre algunas puntos que pueden determinar el estado de ánimo de alguno de sus votantes. Reconociendo la dificultad de la respuesta, no es demagógico preguntar sobre temas tales como: ¿Son los territorios los que dan derechos o son los ciudadanos? ¿Cuál será a partir de ahora el vínculo entre nacionalismo y democracia? ¿Los nacionalistas están derivando hacia la antidemocracia? ¿La estrategia independentista es una realidad revolucionaria? ¿Tiene razón el Rey al hablar de deslealtad institucional? etc. Difícil pero importante en 2019.

Ante el hecho que el nacionalismo seguirá siendo el basamento en Cataluña, el resultado del 28 de Abril será inevitablemente perturbador, por lo que desde ahora hay que defender que en la hipótesis que el TS imponga penas duras, sea cual sea el color del gobierno que se forme, éste debe aplicar un indulto generoso y constructivo aunque sólo sea para mantener el espíritu del 78. Hablamos de convivencia en democracia, no de guerracivilismo.

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