Wolfgang Streeck, el sociólogo del Max Planck Institut, ha estado en Madrid. Lo que ha dicho no ha sido cualquier cosa: «hay que romper el euro». También nos ha exhortado a que despertemos. El receptor de estos mensajes se supone que somos los países del sur de Europa. Lo que nos propone es que recuperemos la soberanía monetaria, nuestras divisas, y que nos entreguemos a las políticas de devaluación. Streeck toma en serio que nuestros hijos no vivirán mejor que nosotros. Lo sabemos. ¿Pero con las políticas de devaluación permanente lograremos invertir esta tendencia? No es seguro. Lo que dice Streeck es que la devaluación interna no será suficiente, y que será necesaria acompañarla por las devaluaciones externas de la divisa. Pero uno no comprende cómo la acumulación de las dos devaluaciones redundará en beneficios de nuestros ciudadanos. A fin de cuentas, si nuestra deuda está expresada en euros, una devaluación externa no haría sino multiplicarla.

Creo que el problema de Streeck tiene dos caras. La primera, es el asunto de las generaciones actuales y la capacidad del sistema de ofrecer a los hijos el mismo nivel de vida de los padres. La segunda es la evolución del capitalismo tras el gran impulso de la globalización, con la entrada de China e India en el sistema mundial. Lo primero merece una reflexión clara. La grave responsabilidad que recae sobre los hombres y las mujeres de mi edad, es sencillamente la de que hemos sido la generación afortunada de la historia mundial. Nunca jamás en la historia pasaron 63 años, que son los que tengo, sin que una intensa tragedia amargara la vida de una generación. Antes de la crisis no habíamos experimentado retrocesos dramáticos en nuestra forma de vida, éramos los primeros españoles de la historia en tener esa fortuna. Creo que de ahí se debe seguir un compromiso incondicional de ayuda a las generaciones más jóvenes. Sin embargo, considero que debemos ser claros al respecto. Las metas y los problemas del mundo en las próximas décadas no son los mismos que aquéllos que forjaron las ilusiones y las conquistas de mi generación. Son más graves y pesados.

No se tratará de la dimensión cuantitativa del nivel de vida. Eso ya es lo más superficial de la cuestión. Paradójicamente, ahí, en esa cuestión menor, es donde quizá podamos ayudar más. Lo decisivo, y por lo que Streeck se ha convertido en un referente, es más bien por explorar el sentido, alcance y consecuencias de la crisis futura del capitalismo como sistema y del Estado que siempre ha sido su compañero y apoyo. Aquí podemos ver la diferencia entre las dos cuestiones. Mi generación partía de la máxima evidencia de la democracia como régimen deseable. Streeck recuerda que se prepara el divorcio entre capitalismo y democracia. La cuestión del futuro no será si la generación más joven tendrá o no tendrá el mismo nivel de vida que nosotros, sino si vivirá bajo regímenes democráticos o en medio de mundos de la vida en los que la evidencia a favor de la democracia se cuestionará a fondo.

Y ahí es donde la índole de los compromisos intergeneracionales es de otro género. En su libro sobre el final del capitalismo, que editó la editorial Traficantes de Sueños, Streeck asume la línea de Marx y recuerda que el capitalismo actual sigue atravesado por terribles contradicciones. Por eso asume los principales diagnósticos acerca de la necesidad de las crisis respecto al futuro del capitalismo. En su opinión, esas contradicciones se resolverán mejor si el capitalismo prescinde de la democracia. Creo que por eso considera que la democracia puede convertirse en un bien a salvar por encima de cualquier otro, incluida la Unión Europea.

Como ejemplo de las contradicciones, aduce que hasta ahora el capitalismo ha tenido necesidad tanto de encarar un futuro de temor, que concierne a una población sometida a crisis y al paro, como al mismo tiempo de convencer al público de su legitimidad. Eso es complicado. «Para eso se necesitan dispositivos institucionales e ideológicos muy complicados e inevitablemente frágiles», nos dice. Pero cuando las crisis se acumulan o no se acaban, la conversión de «trabajadores inseguros en consumidores confiados» que vivan alegremente, incluso frente a la incertidumbre fundamental de los mercados de trabajo y empleo, es más bien imposible.

Esa contradicción entre precariedad y legitimidad solo puede resolverse por medio de nuevos dispositivos ideológicos. Y eso es lo que ha irrumpido en el mundo. La necesidad de estos dispositivos ideológicos procede del hecho -que ya atisban varios estudiosos, como Michael Mann- de que «a medio plazo el capitalismo será más estatista». Por lo tanto, le será completamente necesario controlar el Estado. Si el capitalismo ha de tener más necesidad del Estado en el futuro (como se ve en China y en Rusia), entonces es preciso impedir un sentido fuerte de democracia, en el contexto de falta de legitimidad democrática del capitalismo. Para lograrlo se puede avanzar por varios caminos. Primero, la despolitización de poblaciones desarraigadas y sin anclaje procedentes de la emigración. Segundo, la vinculación al Estado de las poblaciones fieles mediante ideologías de obediencia incondicional. Aquí de nuevo el nacionalismo extremo es el camino, con sus pulsiones imperiales, como sucede en Rusia y en la mentalidad de Trump. Y tercero, mediante la precarización de poblaciones, destinada a sumir a grupos sociales en un minimalismo vital que les induzca a centrarse en las necesidades elementales de la existencia.

La tensión será tremenda. Randall Collins ha señalado que de la misma manera que la maquinización produjo la crisis del obrero y llevó a la ideología socialista, ahora la electronización y la entrega a la inteligencia artificial de los procesos directivos y ejecutivos del aparato productivo sumirá a la clase media en una situación que podría provocar una ideología revolucionaria, de naturaleza democrática. Eso es lo que desea impedir el nuevo dispositivo ideológico. Collins sugiere que el desempleo será del 50 o 70% a mitad del siglo XXI y la riqueza irá a los propietarios de los robots. Eso será el final del capitalismo, si no ha logrado antes la formación de la subjetividad ideológica ya aludida. En todo caso, la situación será tan inestable que se necesitará la disposición plena de un Estado ya reducido a aparato de fuerza. Si la democracia se mantiene en el sentido que hoy la conocemos, entonces será alguna forma de socialismo fiscal.

Frente a estos pronósticos, Streeks defiende que el capitalismo ha entrado en un periodo de profunda indeterminacio?n y de multimorbilidad. Quiere decir que estamos ante un futuro que en todo caso será sobrevenido, y que la catástrofe puede proceder de causas plurales e imprevistas. Lo que siga será un sucedáneo de sociedad que no tendrá aspiraciones democráticas. Cuando leemos este diagnóstico, nos preguntamos si tienen sentido las recomendaciones de que acabemos con el euro, rompamos la UE o recuperemos las monedas nacionales. Parece claro que entre la extraordinaria gravedad evolutiva en la que estamos sumidos y la timidez de las exhortaciones concretas que nos ofrece Streeck hay una sima. Por muchas que sean las competencias nacionales, no parece que puedan intervenir con claridad en ese futuro para un capitalismo mundial que no es seguro que pueda sobrevivir tal y como lo conocemos. Y eso sin recordar el problema ecológico y la amenaza nuclear caliente en Pakistán e India, en Israel e Irán.

Esta paradoja causa perplejidad. Cuando Steerck ve en el futuro una disolución de todas las instituciones y una individualización del individuo, que sólo podrá confiar en sí mismo, viene a Madrid a decirnos que debemos despertar y volver a nuestra impotente soberanía. ¿Y que tal si despertamos a una Europa diferente, que asuma un compromiso democrático incondicional y que ordene sobre él un nuevo sentido de legitimidad?