Cuando Freud escribió en 1911 su famoso libro Tótem y Tabú confesó que deseaba escribir un libro para acabar con el mito ario del héroe. Luego confesó que deseaba poner en el pasado de la humanidad más arcaica lo que Nietzsche deseaba colocar al final de la historia, en el superhombre. Esa es la historia que Freud nos cuenta en Tótem y Tabú, donde narra la muerte del jefe de horda a manos de una conspiración de los hermanos, las hermanas y las madres.

Desde entonces, la evolución de la humanidad ha generado formas diversas de ordenar la sexualidad humana. Esa evolución sigue abierta. Freud deseaba mostrar que, de habernos mantenido vinculados a ese pasado de grupos organizados según ese liderazgo del jefe de horda, jamás habríamos evolucionado hacia la forma humana ni llegado a la unión de comunidades mediante símbolos y creencias culturales.

En la previsión de Freud, la humanidad se aleja de aquella forma social dirigida por el macho alfa. En realidad, tras él emergieron las comunidades de madres y cazadores. Eso dio lugar a las formas de vida que durante decenas de miles de años se extendieron desde los hombres de las cavernas hasta los asentamientos de agricultores que poco a poco dieron lugar a las grandes aglomeraciones imperiales. Por supuesto, aquel ancestro de nuestra prehistoria más arcaica, que solo es una hipótesis para identificar lo que debemos abandonar, ha inspirado el deseo de forjar algunas formas de organización social, aquéllas que siempre están dirigidas por la figura del soberano omnipotente.

En ese libro final, extraído de las lecciones de sus cursos más tardíos, que es La Bestia y el Soberano, el filósofo argelino de origen sefardita, Jacques Derrida, nos ha mostrado de forma exhaustiva hasta qué punto las figuras de la soberanía están construidas sobre esta concentración de poder que recuerda la omnipotencia del jefe de horda, cuya aspiración consiste en acumular todos los derechos sobre su persona y reducir a los demás a un rebaño. Si vinculamos el argumento de estos dos libros, podemos concluir que esas formas de omnipotencia soberana son regresivas. Nos hacen volver exactamente a los momentos evolutivos que debemos abandonar.

Las figuras de la soberanía quedaron identificadas siempre con un padre cercano a la omnipotencia. Eso se convirtió en arquetipo en el imperio romano, y se mantuvo en el imperio ruso, que heredó sus grandes imaginarios. Todavía antes de la Primera Guerra Mundial se le llamaba padre al zar, el viejo «césar» romano, de la misma manera que se proyectaba esta idea de padre a la figura del káiser. Las formas de las relaciones familiares se proyectaron a la dimensión política. De la misma manera que el padre reunía en su mano la representación completa de la familia, así el soberano imperial monopolizaba la actuación de la comunidad. Esa es la razón de que Aristóteles llamase despotés al padre de familia y al rey persa. Cuando vemos que las relaciones familiares rigen los asuntos políticos, sentimos como si algo siniestro se hiciera presente, algo que hiere nuestro sentido de la dignidad política.

Afortunadamente, una buena parte de la ciudadanía española, liderada por el coraje de las asociaciones de mujeres y por los colectivos feministas, salió el pasado ocho de marzo a las calles para demostrar de forma clara que es urgente abandonar todas esas huellas arcaicas, esa familia organizada sobre el despotismo paterno, esa forma de la vida familiar que se erige en dominación intolerable, esa proyección de formas familiares arcaicas sobre la vida política. Fue un espectáculo cívico emocionante, en la línea de los tres grandes momentos de la democracia española: la reivindicación de la democracia, libertad y autonomía a partir de 1975, la reivindicación de la paz frente al terrorismo y la guerra, y la indignación contra la clase política tras las crisis de 2008. Estas tres reivindicaciones articularon los movimientos de la agenda política y fundaron los grandes ciclos políticos españoles.

A aquellos tres acontecimientos han venido a sumarse las manifestaciones lideradas por las mujeres, que han persuadido a millones de varones de que esa agenda es la más urgente y emancipadora para el futuro, la mejor manera de impulsar la reducción del dominio del ser humano sobre el ser humano. Y eso no solo porque este es un objetivo justo en sí, sino porque suponemos con razón que la incorporación de la mujer a todas las tareas sociales, en todos los niveles de protagonismo, implicará una transformación radical del estilo de vida social, de las formas de hacer y dirigir, de las formas de cooperar y de disentir, de luchar y de vencer. Y lo hará no sólo porque permitirá que toda una gama de caracteres de mujeres se conviertan en actores sociales, sino porque en esta misma medida permitirán una mayor variedad de las conductas masculinas.

Y en efecto, esa es la esperanza. La emancipación de la mujer permitirá una emancipación del varón de los roles impuestos, muchas veces con violencia inconfesable, para remarcar la diferencia con el arquetipo femenino imaginado. Además, permitirán que no sólo las mujeres que adopten esquemas masculinos sean actores sociales reconocidos y eficaces. Cuando desde los bancos de piedra de la Glorieta veía venir las oleadas de mujeres hacia el inicio de la manifestación del día ocho de marzo, me alegraba no sólo de que muchas vinieran junto con amigos o compañeros, sino también con su hijos e hijas, o nietos y nietas. La reflexión que me hacía es que todas esas jóvenes, niñas y adolescentes, apostaban por buscar en libertad un modo de vida que no esté predeterminado desde pautas sociales heredadas, predefinidas, violentas. Es muy posible que no sepan, que no sepamos nadie, lo que significa una adecuada relación entre mujer y hombre, pero todas ellas sin duda parecían comprometidas con que debían buscarla en libertad e igualdad.

Todas esas personas desean sin duda mantener abierto aquel proceso que constituye el camino hacia el futuro de la humanidad, que consiste en una transformación de la vida familiar, de la vida económica y social, y lo que eso lleva consigo, la comprensión de la sexualidad, que deje atrás aquel jefe de horda que monopolizaba la actividad sexual y la expresión del deseo, para que cada singular encuentre su propio camino hacia el trabajo justo, hacia el amor y el sentido de la vida que genere una forma de relacionarse con el otro desde su identidad y libertad.

Pero mientras contemplaba aquella riada humana me preguntaba a qué se debía lo que leía en el whatsapp que me mandaba mi hija Carmen desde Bremen, donde ese mismo día apenas se habían manifestado muchas menos mujeres. ¿Es posible que esta masa humana sea precisamente un síntoma de la mala situación social de la mujer española, y que las mujeres alemanas no vean tan necesario defender su derecho con manifestaciones en el día mundial del feminismo? Puede ser. Por eso me preguntaba si las mujeres que se acercaban a las manifestaciones españolas, y que sin duda son la vanguardia de reclamaciones adecuadas, serían todas las que padecen una situación intolerablemente injusta. Seguro que no.

Que un país que permite una pésima condición de la mujer tenga las mayores manifestaciones de Europa es comprensible. Recuerdo esto para rebajar la euforia. La pregunta es cómo luchar para que todas las mujeres que sabemos explotadas en la casa y en el trabajo tengan conciencia de su propio derecho y la esperanza de verlo atendido. Ese es el reto. El próximo ocho de marzo debe encontrar la forma de integrar a esas mujeres que no tienen nada que conservar, sino todo por conquistar. A ellas tenemos que hacerles llegar la esperanza. El feminismo no puede ser sólo un signo de estatus de los estratos de clases medias.