Desde principios del novecientos, y bastantes años antes, el conservadurismo español se ha sostenido sobre una idea de España uniforme y uniformizadora, muy vertical y esquelética, donde los Godos, la Luz de Trento y espada de Roma, los Reyes Católicos y el Imperio hacia Dios, el alcalde de Mostóles y Agustina de Aragón, los cristianos viejos y las Castillas, Lepanto y Covadonga eran sacados a bailar a diario, a ritmo de pasodoble español, por una historiografía monolítica, autárquica y determinante. Las periferias españolas fueron extrañas a ese relato, que ha inspirado e inspira todavía a una buena porción de la derecha política española. A ese pensamiento hay que añadirle otra de sus génesis principales a fin de completar todos los platos del menú: el del estricto ideario de un catolicismo tridentino en su vertiente nacionalista (que refractó los aires laicistas de las modernidades europeas en unos tiempos decisivos). Los dos ejes en cuestión (el ultranacionalismo y la religión) han vertebrado el conservadurismo español desde la Monarquía de Sagunto. Su versión estética popular se nuclea en torno al casticismo, y a un folclorismo que aún nos endulza las sobremesas televisivas. Gracias a ello, todo español lleva, todavía hoy, a un Recesvinto pegado al cogote.

Y ahora sucede como en la canción, que cuando crees que todo acaba, vuelve a comenzar. La gasolina que ha hecho estallar el catálogo carpetovetónico, congelado desde la Transición, la han diseminado los independentistas catalanes, que parecen formar una animosa chiquillada en torno a una hoguera comunitarista y mística, principio y fin de todas las cosas. Ha sido como un maná caído del cielo para el conservadurismo, que vive en una fiesta perpetua regada con litros y litros de ardor mítico y vino español. De entrada, han revivido, en su panteón dorado, las momias ilustres de don Ramón Menéndez Pidal y don Marcelino Menéndez Pelayo, de Américo Castro y Ramiro de Maeztu, de Onésimo Redondo y de Víctor Pradera y de toda la alborozada nómina del historicismo canónico español. No nos dejemos en el lápiz La España invertebrada, de Ortega, o la España como problema, de Laín, dos contundentes mitos instalados en el mismo martirologio, de una vigencia resplandeciente. El hervor del tradicionalismo, que generó un imaginario abastecedor de productos doctrinarios que aún nos engulle, alcanza hoy todo su inflamado esplendor. Vamos, forma una orgía inmortal, un carnaval envanecido, una ufanía fosforescente. Se rompe España, antes roja que rota, hay que salvar a España. ¿Cuántas veces habremos escuchado esas frases a lo largo de la historia, empezando por la de Calvo Sotelo? Insisto: los culpables de este regreso al pasado y de la resurrección de aquella tropa erudita son los independentistas catalanes, que también poseen un santoral patriótico encendido, por supuesto, aunque más enflaquecido que el anterior. Ya digo que la derecha ha salido en procesión dando gracias al cielo y a Cataluña por concederle esta nueva oportunidad. El espíritu de la España inveterada (y sus episodios glorificadores, pues la leyenda es el cemento de los pueblos) constituye el germen del argumentario fundacional conservador a esta parte de los Pirineos. Ayudó a instaurar la célebre «conciencia nacional» y hoy vuelve a brillar en toda su plenitud. La reproducción de esa suerte de inventario ultranacionalista está en su raíz y representa su linaje y su fundamento. Los conservadores españoles se lo saben de carrerilla. Es, más o menos, si se me permite la caricatura, aquél que aprendimos en los colegios del franquismo durante la adolescencia, y que está instalado en nuestra crónica sentimental de España. Santiago y cierra España, con flores a María que madre nuestra es, conquistadores, místicos y pícaros, autos de fe, supuestas gitanerías, cruzadas y limpiezas de sangre y alguna soleá. Color local. Ensaladas costumbristas. Etnicismos polvorientos. (Para que el conservadurismo español pueda fluir por los cauces de la modernidad ha de entender que debe comenzar el proceso de desmitificación del aparato simbólico que le sirve de referencia, al igual que hicieron las democracias occidentales, con y sin revoluciones. O no habrá nada que hacer.)

Cultura de la sospecha.

La delación ha constituido uno de los abonos de los totalitarismos, a no ser que el profesor Paniagua diga lo contrario. Los déspotas de la Historia han cultivado las redes de denuncias anónimas: los heterodoxos, los diferentes, los críticos, los antagonistas del poder lo saben bien. Han experimentado el terror por ser de una determinada creencia, por no ratificar el gregarismo, por practicar ésta u otra religión, por pensar en soluciones sociales prohibidas por el sátrapa de turno. Las sociedades abiertas suscribieron un pacto social que limitaba esas prácticas. Rostros y no máscaras, diálogo y no silencio, luz y no ocultación. Poder judicial independiente, tribunales de justicia. Cuando uno lee que una agencia valenciana, para luchar contra las irregularidades, anima la denuncia anónima sólo puede pensar en las miles de tumbas excavadas durante siglos y siglos en nombre de la delación. ¿No habría que repensar esa impetuosa apuesta por la cultura de la sospecha?