Los pobres colegios, abrumados por el sentimiento de culpabilidad; los inocentes colegios, acongojados por el espectro de unos métodos obsoletos; los cándidos profesores, doblando su jornada laboral, estrujándose la mollera, inventando procedimientos, haciendo el pino por miedo al fantasma de su propio desfase; la enseñanza en pleno despavorida, imaginándose fallos, atribuyéndose descuidos, afeándose negligencias cuando el fallo, el descuido, la negligencia y la incapacidad estaban en los padres perniciosos, en los padres evasivos, en los padres inconscientes y pueriles, en los padres fugados de su condición, cobijados en el ectoplasma de su juventud embalsamada, que saben perfectamente lo que deben hacer pero no lo hacen porque les interrumpe la sesión de internet. Esos padres que amordazan a sus hijos con la tablet y luego presumen de habilidad para vivir sin tabarra infantil son la causa de la dispersión de los alumnos. No hay otro culpable. Porque la barrera entre los niños y la lluvia de subnormalidades que brota de los dispositivos electrónicos no puede ser otra que los padres. De modo que no hay didácticas anticuadas ni docentes aburridos, ni la palabra pura en el aire ha perdido eficacia, ni la clase magistral es algo pretérito, ni el mal está en la escuela, sino en los padres perniciosos. Cada maestrillo tiene su librillo, y con cada librillo se aprende, siempre que haya interés. Un interés que viene de casa: que se planta y se cultiva en casa, donde habitan los únicos referentes con verdadera influencia. El mal que atribula profesores y colegios está en la indefinición, en la evanescencia creciente del término «casa».

El hogar pierde su esencia, y la educación reglada intenta paliar este vacío multiplicándose, cargando con responsabilidades ajenas, intentando suscitar la motivación que no suscitan los de la pipiolez crónica, los padres pirujos, los padres internautas, gimnasiófilos y tardeantes, los padres que hacen excursiones al pasado, coquetean a destiempo y cambian de pareja, los padres apabullados por la paternidad: los padres perniciosos. Decir que la clase magistral dejó de ser eficaz es declarar a los niños incapaces para la escucha y la reflexión, para la comprensión y el pensamiento abstracto.

La clase magistral, en realidad, hace más falta que nunca: la especulación sola, sin muletas ni apoyaturas; la magia de las ideas, de las imágenes mentales, del entendimiento en marcha, de la formación del criterio. El obstáculo, el perjuicio, la ruina está en los padres ahormados en el egoísmo chabacano de la publicidad, el cine y las demás fórmulas audiovisualoides, consumófilas y trivializantes: en los padres perniciosos.