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Tolo

La semana pasada, las mujeres protagonizamos gran parte de la actualidad informativa. La condición de nuestro género estuvo presente en múltiples conversaciones: de bar, de ascensor, entre compañeros de trabajo y, por supuesto, en los mítines y en las declaraciones políticas grandilocuentes. Escuché a un señor, muy gracioso él, afirmar que «eso del Día de la Mujer» le gusta porque a él «le encantan las mujeres». Bravo, chico. También conocimos que un hombre con VIH, que tuvo que someterse a un trasplante de médula ósea, lleva dieciséis meses sin que el virus haya vuelto a hacer mención en su sangre. Probablemente se convierta en la segunda persona en todo el mundo que consigue que el virus desaparezca. Ojalá. El Ajax machacó al Real Madrid (Zinedine, torero), nos enteramos de que Pablo Iglesias vuelve cual macho alfa, la OCDE lanzó un mensaje de alerta por el frenazo económico y, por supuesto, nos conectamos al canal del Tribunal Supremo para conocer las últimas novedades. Vaya semanita.

La semana pasada, Tolo también salió en los medios. Un señor de 82 años al que hallaron en su piso un mes después de haber muerto. Parece que unos primos dieron el aviso después de que éste no respondiera a sus llamadas. Le encontraron en la cama y con un móvil en la mano. Maldita soledad. Maldita vejez en soledad. De entre todos, el detalle más sobrecogedor fue el del teléfono en mano. ¿Tendría a quién llamar? ¿Alguien habría respondido a una llamada suya de socorro? Tolo padecía síndrome de Diógenes. Una dolencia que tiene mayor incidencia en personas mayores que se sienten solas y que suele ser una de las caras de la depresión. La punta de un inmenso iceberg.

Bridget Jones lamentaba estar sin pareja y se imaginaba a sí misma devorada por pastores alemanes. Bendita ficción. A ella jamás le habría pasado esto. Primero, porque Bridget no tenía mascotas y segundo, porque Bridget, a pesar de no tener pareja, tenía lazos familiares y sociales. Amigos que la rescataban de la desazón, madre que compartía confidencias de su último ligue o un padre que lloraba sobre su hombro porque se sentía abandonado. El juez Joaquim Bosch escribió que, en los últimos años, había aumentado alarmantemente el número de personas mayores que fallecían completamente solas en sus domicilios. Un vecino que nota algo extraño o un familiar que trata de contactar con la persona dan la voz de la alarma. La realidad es que la soledad se ha convertido en un problema de salud pública al que parece que nadie acaba de enfrentarse de forma global. Seamos honestos, ¿sabemos de quién depende el bienestar de nuestros mayores? Probablemente, un cachito de la familia (si se tiene), otro de los servicios sociales, otro de los servicios de salud y gran parte depende de todos nosotros. Del que vive puerta con puerta, de quien le atiende en el supermercado, actualiza su cartilla del banco, recarga su tarjeta sanitaria o suministra las medicinas. De cualquiera que detecta un síntoma extraño: una desorientación, un rebuscar en la basura, una falta de aseo personal o un cambio de actitud. Antes de arquear las cejas y cruzar de acera, actuemos. Tolo debió morir agarrado a la mano de alguien, en compañía. No aferrado a un móvil y en soledad.

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