Vi primero los caminos arenosos, los campos de naranjos, las casas semidestruidas, los paisajes de la huerta cercana a Rocafort. Por ellos había paseado muchas veces. Incluso en el primer vistazo, fugaz, supe reconocerlos. Son los escenarios en los que nos hemos situado muchas veces. Sin embargo en las fotos, en los reportajes de estos días, lo veíamos todo desde fuera. Eran y no eran los propios. Esos perros olisqueando, los guardias civiles presurosos tras ellos, las cintas policiales cerrando el paso, todo resultaba ajeno, siniestro. Se buscaba a dos niños, pero no lo creíamos. ¿Cómo puede perderse alguien en medio de tanta luz? Luego todo se fue concretando. Antes se había buscado a una madre. Había sido vista ensangrentada, casi desnuda. Por fin se encontró escondida en un bidón.

Con estupor escuché la noticia. En medio de los dos municipios con mayor nivel de vida de la Comunitat Valenciana, irrumpía una realidad desconcertante. Fue un momento de incredulidad en la mañana. Después, un padre con declaraciones inconexas, un interrogatorio, el hallazgo de los restos mortales. La incredulidad no ha cesado. Las preguntas tampoco. Y sin embargo, la reserva es inevitable. ¿Tenemos derecho a entrar en este terrible drama? ¿Cómo hacerlo de forma responsable? Por supuesto, estamos ante una noticia que concierne a nuestra pequeña comunidad, a ese hábitat urbano de los que vivimos en L’Horta; vamos a comprar a Godella, salimos a cenar a Rocafort, paseamos por sus huertos. ¿Pero cabe otra actitud que la de inclinarnos ante la tragedia, quedarnos mudos ante lo inexorable? Dos niños que debían seguir entre nosotros, no están aquí. Y debemos preguntarnos cómo fue posible.

Ahora, mientras escribo este artículo en la tarde del domingo, me llega la noticia de que María, la madre de esos niños, ha sido llevada a Picassent. Todas las noticias hablaron de un brote psicótico. ¿Ya ha sido curada de ese brote? ¿Es Picassent el mejor sitio para tratarlo? Las noticias no son unánimes al respecto. Unas dicen que estaba bajo medicación; otras, que ya no lo estaba. Pero todo indica que, medicada o no, sufrió un severo brote psicótico. Nada ha trascendido de que el médico de Llíria haya hecho público un diagnóstico diferente. ¿No hay un lugar social intermedio entre la unidad psiquiátrica del hospital y la celda individual de la cárcel de Picassent?

Se ha justificado la cárcel del padre porque hay riesgo de fuga, lo que podría perturbar la investigación pormenorizada del caso. Puede tener sentido. Pero en el caso de la madre, sumida en el caos, ¿no hay mejor lugar para impedir la fuga, u otros peligros, que la celda de una cárcel? Si de verdad ella padeció un brote psicótico, ¿no debería estar también, a pesar de las evidencias que hay en su contra, protegida por un diagnóstico médico? ¿No será esta decisión judicial un síntoma preciso de que somos un Estado sin un orden asistencial adecuado? Y la forma de tratar a esta desdichada persona tras estos terribles sucesos, ¿no será un síntoma de cómo ha sido tratada antes de la tragedia? ¿Acaso hacemos lo suficiente para impedir estos sucesos? Sobre todo cuando sabemos que el veinte por ciento de las asistencias médicas iniciales tienen que ver con trastornos psíquicos. Sin embargo, no queremos poner al día nuestro sistema de salud mental.

No se trata de los sistemas de asistencia social de los Ayuntamientos. No hablo de oídas. Sé que el Ayuntamiento de Godella tiene un gabinete de asistencia social con personas comprometidas, eficientes y capaces. Por mucho que puedan hacer estas personas, la mayoría de las veces se tienen que limitar a coordinarse con la Generalitat y activar servicios autonómicos. Tras los veinte años pasados, el sistema de atención mental de los servicios sanitarios está bajo mínimos. Lamentarse de lo que ha ocurrido apenas tiene sentido cuando no se dispone de infraestructuras sanitarias capaces de atender estos casos tan graves. Los protocolos de actuación son necesarios cuando se tienen instituciones. Cuando estas no existen, los sucesos irrumpen como el rayo y descubrimos que somos impotentes. Y seguimos siéndolo, como voy a argumentar.

Todo lo que sabemos, lo que ha trascendido, es que hasta hace un mes, cumplía con sus deberes de madre. Nadie ha puesto esto en duda. Había decidido llevar una vida alternativa. No deseaba pasar por las coacciones del mercado. Aparejaba de la mejor manera una vivienda abandonada y cuidaba y vestía a su hijo Amiel de forma que no desentonaba en medio de su comunidad escolar. Quienes se cruzaban con ella no apreciaban nada especial. No avergonzaban a nadie. Todo eso se ha publicado, siendo confirmado por testigos. Sin duda, esa vida era posible porque recibían la ayuda de su familia extensa y de sus amigos cercanos. En un medio como Godella y Rocafort era perfectamente posible llevar esa vida y, por lo que parece, la gente era tolerante con ellos. No estaban excluidos de la comunidad y se aceptaba que tenían derecho a vivir de ese modo.

Por supuesto, no basta con eso. Una comunidad familiar no es lo suficientemente intensa como para encarar los peligros de vivir de forma alternativa, aunque el medio sea rico, tolerante e inclusivo. Esos peligros requieren formas de protección más complejas, y grupos más amplios y atentos, que impidan desde dentro la posibilidad de que sus miembros se hagan daño. La soledad es el mejor espacio para producir tragedias porque estas rondan siempre y sobre todo se disparan en la inseguridad. Al parecer fue esta inseguridad acerca de ese futuro de tolerancia respecto de los hijos lo que disparó los sucesos. Es difícil reconstruir los hechos, pero atando cabos se aprecian rasgos paranoides de padecer la confabulación hostil del mundo. Defenderse de eso en soledad es imposible.

El miedo a perder la custodia de sus hijos, quizá lo único que estabilizaba el psiquismo de esa desdichada joven, bien pudo desencadenar la tragedia. Por las declaraciones que han trascendido, el brote psicótico estaba relacionado con delirios de protección y de salvación. Sin embargo, lo que nos concierne como sociedad es qué pasó en ese mes. Por lo publicado en la prensa, todos los actores implicados en la vida social de los niños estaban alarmados. Todos mostraron su preocupación; todos se llamaron y estuvieron en contacto. Pero tenían ante sí un desierto institucional, una ausencia de protocolos, una carencia dotacional, un déficit de recursos a mano para tomar medidas. Nadie pudo imaginar un curso de acción que protegiera a la madre tanto como a los hijos. Nadie supo realmente qué hacer.

Y esta es la tragedia que no puede ocultarse tras lo ocurrido a estos pobres niños. Pues su abuela y madre de María, sus familiares, sus amigos, todos los implicados, tomados de uno en uno, mostraron su preocupación, como ahora estarán traspasados por la pena. Y lo hicieron porque habían sido suficientemente sensibles como para integrar a la familia entera en la comunidad familiar y escolar. Y sin embargo, y ahí está la tragedia que nos concierne, no tuvieron a mano instituciones con las que poder actuar con rapidez para protegerlos a todos. Lo que no existía era un sistema de salud mental capaz de intervenir en estos casos con garantías para todas las partes. Todas las comunidades existentes funcionaron bien y no merecen padecer ahora un dolor tan extremo. Pero no hubo una comunidad terapéutica capaz de acoger a esta familia, atenderla y protegerla de sí misma, fortalecer los puntos salvíficos y neutralizar los fatales y destructivos. Purgar lo que es una responsabilidad compartida con la desnuda cárcel puede ser un simulacro de justicia, pero no dejará de ser una forma de engañarnos acerca de lo que somos como sociedad. Eso no protegerá un ápice más a otros niños y otras madres en un futuro.