Aún resuenan los ecos del 8M, antaño día de la mujer trabajadora, que el feminismo imperante e imperial ha querido monopolizar como el día de la mujer supremacista.

Me niego a entrar en la guerra o disyuntiva que hace tiempo se planteaba a los niños por parte de las abuelas: ¿a quién quieres más, a papá o a mamá? No seré yo quien abunde en ese dilema falso y artificial que hoy en día se plantea como guerra de sexos o dialéctica marxista entre el hombre y la mujer, entre lo que llaman sociedad patriarcal y la víctima mujer esclavizada por la maternidad. Me niego a que la revolución sea la ley de la relación entre el hombre y la mujer, y menos en el ambiente familiar.

Hoy celebramos el día del padre, así como el uno de mayo celebraremos el día de la madre. Y lo hacemos sin manifestaciones ni reivindicaciones.

Al recibir el regalo de mis hijos por mi paternidad, hecho en el colegio, olvido las protestas moradas para sumergirme en la normalidad de la vida familiar en la que las relaciones se basan en el amor y en la entrega, que hacen que los niños puedan desarrollarse en un ambiente de respeto y colaboración, no de enfrentamiento, resquemor y complejos.

Mi hijo mayor (de diez años) me ha regalado una dedicatoria o poema, a modo de acróstico, cuyas primeras letras componen la palabra PADRE. Al leerlo pude ver la intervención callada de mi mujer que, ejerciendo su maternidad, cariño y preocupación por el desarrollo armonioso de sus hijos, guió la mano del niño hacia la necesaria admiración por la figura paterna:

Persona a quien admiro,Amigo en quien confíoDocente de quien aprendoReposo en quien descansoP

A

D

R

E

Con lágrimas de emoción en los ojos he abrazado a mi hijo y mi mirada de admiración se ha cruzado con la cómplice de mi mujer. Y me he sentido pleno en mi isla de paz.

Entonces me han venido a la cabeza los recuerdos de mi padre, hombre íntegro que supo querer a mi madre con absoluta entrega y respeto; y a mis hermanos y a mí, dando ejemplo en todo pero, sobre todo, en cómo se vive y se muere. Hombre con autoridad basada en el ejemplo, el respeto y la confianza, no en el castigo o la amenaza.

En mi padre vi la verdadera discriminación positiva, que es el respeto a la mujer. En cómo miraba y admiraba a mi madre recibí la mejor lección de trato con la mujer. En cómo se prodigaba en la educación de sus hijos, en el

trabajo sin anteponerlo a su familia, sino dedicando tiempo a estar con nosotros; sin perdonar una cena con todos reunidos. Recuerdo cómo era correspondido por el amor entregado de aquella mujer que, desde su trabajo en el hogar, supo ser el centro para un amplio círculo de seres humanos, e influir en la sociedad mucho más que tantas otras mujeres que se cierran en su trabajo y su crispación ideológica.

Cuando se dice que la violencia contra la mujer se combate con la educación, no puedo estar más de acuerdo. En la escuela de la familia se educa en que la igualdad deriva de la misma dignidad de todos; en que a cada uno se le aprecia como es y se le ayuda para lo mejor. En la familia se indica lo que es bueno y malo, se da ejemplo de cómo se elige aquello -aunque cueste- y se acompaña en la preparación para la vida. En la familia -lugar natural de convivencia entre los dos sexos- se enseñan los valores morales, la responsabilidad personal sobre los actos y a no ver al otro sexo como simple instrumento de goce egoísta, sino como compañero de viaje. En la familia se vive que la ley de la igualdad se llama amor.

Cuándo nos daremos cuenta que la clave de la igualdad y el respeto no es el enfrentamiento entre sexos, las cuotas, la deconstrucción del lenguaje, las imposiciones ideológicas en las escuelas, sino la unión.