El término graffiti, es impreciso, aunque, en general, es atribuido a la escritura mural (wall writing), o a imágenes, símbolos o marcas, realizadas con espray sobre distintas superficies urbanas: muros, vehículos, puertas. Sus orígenes están vinculados con la cultura hip hop norteamericana de los años setenta, surgida como respuesta social de algunas minorías que lo emplearon como signo de resistencia, rebeldía, o autoafirmación, realizándose desde el anonimato o la ocultación, sin rehuir al alegato y a la configuración de un grupo, ni tampoco, a la conformación de mensajes vinculados al universo externo.

Con el paso del tiempo, la existencia de autores muy reconocidos (Basquiat, Banksy) en cuyos principios creativos se halló este tipo de pintura, ha estimulado un tránsito desde los anónimos conceptos primitivos hasta una emergencia pública, capaz de permitir no solo la identidad, sino también el reconocimiento social de estos creadores, en cuyos proyectos no puede descartarse la traslación al universo del mercado, bien sea a través de la realización de nuevos murales exteriores o, incluso, en el interior de los espacios cerrados de las galerías de arte; de tal suerte que, pasados los años, entretanto existen algunos que no se plantean salir de sus conceptos radicales de denuncia, otros han dado el paso, integrándose voluntaria o accidentalmente, en el universo que pretendían censurar desde sus iniciales posiciones críticas.

Sin embargo, la mímesis, la reiteración y la banalización de numerosos de los conceptos presentes en los graffitis, han llegado a identificar estas creaciones con una presencia indeseada que irrumpe en cualquier lugar, desde los más frecuentados, hasta los más sencillos y populares, viniendo a extenderse opiniones acerca de su inoportunidad e improcedencia, entre otras cuestiones, porque no es infrecuente que se incluyan en lugares de uso compartido en los que la funcionalidad y la estética responden a una estima bien asentada por la mayor parte de los ciudadanos. A este respecto, cabe recordar, la reciente filmación de Renfe, coincidente con ARCO, la feria de arte contemporáneo, en la que se hacía constar el dispendio que supone la limpieza de estas inscripciones en los vagones de tren, y que se halla en el entorno de los quince millones de euros anuales. Sin embargo, a mi juicio, no está de más sacar a colación, que en numerosos autobuses urbanos, los ayuntamientos no tienen ningún pudor en incluir una publicidad masiva y temporal, con el objetivo de incrementar sus beneficios, que en poco se diferencian de los graffitis al uso, alterando negativamente el mobiliario urbano y el paisaje compartido, que están obligados a promover y respetar.

Habida cuenta de su ya largo recorrido, intentar hoy en día que un graffiti sea un atrevimiento, también puede lograrse si se ubica en un lugar improcedente; y esto es lo que ha ocurrido y ocurre con su presencia sobre los muros de un edificio histórico que desde hace varias décadas ha merecido el grado máximo de protección posible. Como es bien conocido, la importancia de este reconocimiento, no depende de la naturaleza de sus materiales, sino de su valor significante, un hecho que en un claustro del siglo XVI, reside, sencillamente, en su totalidad.

Es evidente, que la reversibilidad no es una cuestión menor, y aunque en modo alguno, a mi juicio, puede justificar una intervención tan desafortunada, debería haberse acometido de urgencia, limpiando completamente el muro una vez se ha alcanzado la conciencia del error; de tal suerte, que la pervivencia del texto esgrafiado supone una protección continuada de su ubicación y de su razón de ser. Este hecho es muy comprometido porque trasluce un sobreentendido precedente sobre posibles intervenciones espontáneas en espacios semejantes, habida cuenta de que ese graffiti, como tal creación estética tomada en consideración respecto a otras comparables, es absolutamente trivial e intrascendente.

La banalidad como creación, no necesita de ninguna especial justificación posible, porque desde la aparición del Pop-art ha formado parte de una estela que nos acompaña como parte de nuestro consumo estético; lo realmente preocupante, es buscar la trasgresión, desacertadamente, en un espacio laico que posee otros lugares apropiados en los que se podía haber ejecutado, de tal suerte, que ha sido la aposición sobre un ámbito protegido, lo único que promueve esta experiencia.

Como es bien sabido, en los países del norte de Europa, la pérdida de las vocaciones religiosas y la disminución de la concurrencia a las celebraciones, ha propiciado la reutilización de numerosos espacios religiosos, una vez desacralizados, convertidos en gimnasios, circos, cafeterías o bibliotecas; un cúmulo de circunstancias que, entretanto parecen justificar una nueva utilidad, tienen un reverso inconveniente: la pérdida de su significado histórico, la de su valor identitario, la desviación de su lectura, y la ausencia de su mantenimiento, una vez transformados en negocio en pos de la rentabilidad. En los países del sur, hemos dado, hasta el momento, un ejemplo de reutilización cultural, intentando superar, incluso, los desastres de la desamortización del XIX, uno de cuyos ejemplos es el antiguo Convento del Carmen, un recinto culturalmente respetado, en el que habitó la Real Academia de Bellas Artes de San Carlos durante casi cien años; en el que infinidad de estudiantes recibieron enseñanzas en la Escuela de Bellas Artes, albergó al Museo, y alojó piezas valiosísimas de nuestro gótico valenciano, protegiéndolas de la destrucción en 1936.

Un espacio histórico, que merece una estima y una consideración que, a mi juicio, han sido gravemente laceradas. La cuestión no es la trivialidad del graffiti, la cuestión es enseñar a violentar ese o cualquier otro lugar.