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Niño bueno, niño malo

Solo existen dos tipos de niñas y niños para el discurso oficial: están los retoños de los anuncios y luego están esos pequeños y odiosos tiranos carne de show televisivo o reformatorio. Los primeros, de pelo brillante y sonrisa perfecta, viven en los anuncios de chocolatinas con forma de huevo y merecen todos los cachivaches de plástico que las fábricas asiáticas sean capaces de producir. A los segundos, en cambio, hay que reducirlos a golpe (a veces literal) de castigos y presiones de todo tipo. Y si esto no da resultado, se declara la guerra fría o caliente, dependiendo de lo aceptado en cada hogar.

Un tema como la negación de la dignidad de los y las niñas puede sonar muy lejano para cualquier persona que se considere «normal». Pero no olvidemos que los pequeños son los débiles de una sociedad estructurada sobre una enorme red de relaciones de poder y sometimiento. Una sociedad, la nuestra, en la que la violencia contra los niños es tan cotidiana que es ya invisible. Sin ir más lejos, con la tan común pregunta de si el niño es bueno se invisibiliza a la pequeña persona, convertida en un objeto de satisfacción para los adultos. Porque es bueno solo si es obediente y responde a nuestra comodidad.

Por otra parte, la aparentemente inofensiva pregunta de si el niño o la niña es buena (o si se porta bien, poco importa) plantea implícitamente su posible maldad. En definitiva, para la mentalidad convencional cada niño, convertido en objeto de charla más o menos superficial entre madres, profesores y conocidos, ha de encajarse en una de estas dos categorías: o es bueno y responde, o es malo (se porta mal) y hay que rectificarlo. Así se resuelve de un plumazo la enorme complejidad de lo que cada niña y cada niño es y manifiesta. Y los niños acaban creyéndose que son «buenos» o «malos» y con el paso de los años van -vamos- tejiendo toda una vida estrecha, limitada, en torno a esa concepción de sí mismos.

Mientras tanto, los pequeños intentan conectar emocionalmente con sus madres y padres, algo imprescindible para poder ser vistos y amados tal y como son. He podido comprobar cómo los niños se esfuerzan una y otra vez en intentar llevarnos a sentir lo que ellos sienten. Especialmente si están inundados de rabia o dolor. Y si estamos tan ciegos y sordos que no los vemos ni los sentimos, convocan hábilmente nuestra ira. Es ahí cuando socialmente se justifica la mano dura. Sin percibir que justo en ese mar de espinas, exactamente bajo ese manto de brasas es donde nos necesitan. Desde ese lugar nos llaman, desesperados para que acudamos a su lado dispuestos a acompañarlos en su ira, su tristeza o su dolor.

No creo que el asunto pase por consentir o no consentir, ni por dejarse «dominar» por pequeños tiranos. Más bien se trata de si queremos recorrer nuevos terrenos poniendo nuestro corazón y todo nuestro ser al servicio del desarrollo íntegro de otro ser humano que depende de nosotros. De abandonar las recetas autoritarias, las armaduras emocionales, y buscar nuevas formas más conectadas y respetuosas de ejercer la maternidad, la paternidad y la docencia. Sin juzgar permanentemente. Sin etiquetas binarias.

Podemos elegir otra forma de relacionarnos con el niño real, entendiendo al niño que hemos sido. Es una tarea imprescindible si queremos una sociedad más justa y amorosa. Pero no es fácil: se requiere emprender una profunda búsqueda interior para retomar el contacto emocional con nuestra propia infancia. Entonces, podremos comprender a nuestros hijos desde el corazón. Y quizá esta toma de conciencia se convierta en una disposición de servicio al bien del otro. Éste es el cimiento del amor.

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