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A vuelapluma

Alfons Garcia

Yo sí que hablo

Hablar o no hablar del partido de las tres letras. A los que estamos en una redacción nos lleva discusiones. Los que han estado años fuera de los hemiciclos, como el Bloc, no entienden, con toda lógica, lo que se está haciendo con el partido de moda, regalándole una visibilidad no ganada en las urnas. Es así, pero me parece que ha llegado un momento en el que es más productivo combatir lo que supone ese partido, dándole existencia con ello, claro, que hacerle el vacío, un gesto tan noble y lleno de sentido común como inefectivo. No estoy seguro de hacer lo correcto, insisto, pero me parece lo inevitable llegado el incendio a la puerta de nuestras casas.

Me gustaría abordar el problema con la frialdad científica de Francis Fukuyama. El profesor posmoderno, el que proclamó el fin de la historia ante la universalización de la democracia liberal, regresa con nuevo libro (Identidad) para observar esta espinosa segunda década del siglo XXI, en la que la política ha cambiado por completo. Fukuyama es de esos tipos con la virtud de solemnizar lo obvio. Otra cosa son sus planteamientos de futuro y el ojo con el que repasa a la izquierda.

Dice que la política del siglo XX estuvo dominada de derecha a izquierda por los problemas económicos y que la de hoy está regida por la identidad, que ha promovido nuevos nacionalismos (véase Cataluña y España, por ejemplo) y el nacionalpopulismo. Dice que la sorpresa de este nuevo tiempo es que la izquierda, a pesar del aumento de la desigualdad en los países, ha cedido el dinamismo social a los nuevos partidos nacionalistas porque se ha centrado en la defensa de distintas minorías en lugar de las grandes colectividades. Ello ha abierto la puerta a las «políticas del resentimiento» a partir de la reivindicación de una nueva identidad nacional protectora de ese común de los mortales (la vieja clase media) que siente amenazado su lugar en el mundo.

Me gustaría observar con esa asepsia de quirófano lo que está pasando aquí. Lo que dice es un punto de partida interesante para observar un caso, el español, que tiene la peculiaridad de devolvernos al 20 de noviembre de 1975 y demostrarnos que, a pesar de que hemos intentado el autoengaño con la constancia de los nuevos amantes, la dictadura franquista es aún un problema por superar. ¿Cómo si no interpretar la reaparición de los militares, por puñados, en la vida democrática de la mano de un partido que hace del himno de la Legión su mantra?

Quisimos sepultar rápido aquel cadáver de 40 años porque necesitábamos como país abrazar la modernidad y sentirnos normales (europeos). Pactamos olvidar para no reabrir heridas, pero llevamos años viendo indicios de que la herida simplemente no se cerró. La anormalidad de una derecha que ha puesto todas las trabas para desenterrar de las cunetas a las víctimas de Franco y la normalidad con que se ha convivido con los monumentos a los vencedores eran síntomas de mala salud social. Eran la evidencia, que era preferible obviar, de que una parte de la sociedad justificaba en silencio el franquismo (o lo consideraba un mal necesario) y lo distinguía de los fenómenos paralelos vividos en Alemania e Italia.

Esa realidad nos abofetea ahora que un partido reivindica un espíritu nacional que entronca sin complejos con el de aquellos años, en simbología armada y ecuestre y en ideario familiar.

Vox nos enseña el error de no haber tapiado la puerta con el pasado más oscuro y no haber redefinido un concepto de España acogedor con los que sienten otras identidades. Una noción de país apartada de las esencias patrióticas que beben en la misma fuente del franquismo.

Ahora, antes que callar y esperar, nos incumbe a todos cerrar la puerta a esa extrema derecha nacionalista y reaccionaria, aislarla y no pactar con ella (otro síntoma de anormalidad en Europa): empezar a enterrar de una vez la dictadura y construir una nueva identidad española. Eso tocaría, creo, desde la mirada fría de la ciencia. Pero miras el ambiente y, ¡uf!, te ganan las dudas.

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