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Los cien años del valencianismo

Visto desde fuera y desde el desinterés más neutral, todos los partidos de fútbol pueden parecer iguales. Del mismo modo que todos los estilos de su juego aparentan ser semejantes. Y por esa misma regla, todos los equipos y con ellos, todos los clubes, resultarían análogos. Pero nada más lejos de la realidad, por más que el fútbol viva actualmente un proceso globalizador imparable y esté dominado por agentes y mercenarios insaciables.

La celebración del centenario del Valencia C.F. esta misma semana -y aún hoy mismo, con el partido de las leyendas-, es una buena ocasión para matizar el asunto. Lo que tratamos, pues, es de dilucidar si más allá de su propia historia, incluyendo el manido palmarés de triunfos, trascendiendo el relato de las experiencias vividas tanto por los deportistas-protagonistas como por los propios aficionados, además del archivo de los recuerdos y su museografía -ausente en el caso valencianista-, si en efecto, este club fundado en la primavera de 1919 en un bar desaparecido de una calle desparecida de la ciudad, ha generado rasgos propios, una personalidad singular durante esos cien años. Y si todavía los mantiene.

La respuesta no es fácil, entre otras razones porque el Valencia ha generado poca literatura a su alrededor. Por más que exista una larga tradición de jugadores argentinos en el club de Mestalla, tal circunstancia no ha propiciado un mayor caudal de escritura como sí ocurre, en cambio, con el fútbol rioplatense o con el británico.

Alguna cosa hay no obstante, aunque poca, gracias al esfuerzo de una generación intermedia, la que arranca en los 70-80: los libros biográficos de Paco Lloret, la novela de Rafa Lahuerta, algunos relatos de Miquel Nadal o de Vicent Chilet en la revista de culto Panenka€ columnas ejemplares como las de Cayetano Ros o las añoradas de José Vicente Aleixandre y las legendarias del maestro de todos nosotros, Francisco Brines, incluso las diatribas de Gauden Villas en el Súper€ todo ello a la espera de la narración sobre fútbol que lleva tiempo incubando el genio de Carlos Marzal.

Del conjunto de los citados algún sesgo típicamente valencianista sacaríamos a relucir, sin duda. Su carácter bronco y copero, la exigencia de la afición, intolerante ante el error y apasionada con el éxito€ Dice Lahuerta, sin ir más lejos, que el Valencia es un club «aspiracional», es decir, que a sabiendas de su condición secundaria respecto a los grandes clubes nacionales, aspira a competir con ellos, pero no desde la emulación, sino desde ese espíritu universal por el que, a través de la epopeya, el pequeño es capaz de vencer al grande.

Ese valor, entre churchilliano y bíblico, ennoblece al valencianismo. Un espíritu que es sabedor de la superioridad de los otros pero que no renuncia a la sorpresa, al esfuerzo por conseguir sobreponerse al destino. Fatídico en múltiples ocasiones, y por lo tanto capaz de compartir también con emotividad los relatos del fracaso, las finales perdidas. Homérico.

Cuando, por el contrario, se ha entendido al revés, ha sobrevenido el desastre y la ruina: el descenso a segunda después de los fastos del Mundial 82, la liquidación del club y su venta a un inversor singapurés tras los delirios de grandeza del presidente Bautista Soler.

Pero si se entiende bien el espíritu valencianista, éste termina por definir unas características del propio juego futbolístico que han sido las más eficaces a lo largo de su historia. Por ejemplo, necesita, como el comer, sostenerse siempre sobre uno o dos jugadores de la tierra, porque sin esa conexión telúrica la llamada de la épica es poco menos que imposible.

Y ha de tener, al menos, a un jugador capaz de ser sublime con la pelota, un líder por más que intermitente pero que en los momentos más duros de la pelea sea capaz de emerger para llevar a cabo lo inesperado. Y de ese líder al que se encomienda la tarea de los héroes, la valerosa de Leónidas o la inteligente de Temístocles, la afición espera lealtad y compromiso hasta donde la razón alcanza y el sentimiento pueda con el dinero. De lo contrario, la parroquia se enfada, y con razón. Repasen el caso de Mijatovic si no.

El Valencia, dado que no le alcanza para más, ha de construir sus equipos competitivos en torno a la citada figura (Claramunt, Fernando, Mendieta, Baraja, Albelda, Parejo€) y a los chicos de la tierra, de ahí que el complemento necesario de los mismos haya de consistir mayormente en un sistema defensivo lo más aguerrido e inexpugnable posible. Siempre que ese armazón ha existido -un gran portero con una solvente defensa y medios de cierre que lo arropen-, el Valencia ha sido capaz de ganar al más pintado en algún episodio de la serie.

Cien años después, lo más descorazonador de este histórico club resulta ser el desconocimiento del espíritu y las circunstancias que hemos descrito por parte del propio club. La ausencia de la propiedad, la dirección y los jugadores actuales en los últimos y entrañables actos del centenario deja a la entidad desnuda ante el sentimiento del aficionado. Ha tenido que ser un exjugador, Fernando Giner, el que haya movilizado a los suyos, las leyendas, para darle color y empatía a la efeméride.

Pero conviene recordar en este punto que la propia afición y la sociedad valenciana en su conjunto fueron -fuimos- incapaces en su momento de salvar económicamente al club por más que el corazón del valencianismo siguiera latiendo. Esta tarde, aunque sea con los pesares a cuestas, nos veremos todos las caras en el entrañable Old Mestalla vestidos de blanquinegro con guirnaldas anaranjadas.

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