Sucede en la actualidad que, en lugar de un relato autobiográfico coherente, aunque a veces se maquille un poco, y que se desarrolla de modo armónico, se suceden identidades secuenciales, situacionales, rupturistas, disruptivas que se descomponen en un caleidoscopio de contradicciones que nos descoyunta. No sabemos bien quiénes somos, ni tampoco que deseamos ser. Incluso, en parte, nos detestamos. Todo apunta en última instancia a una pérdida de raíces, que nos disgrega. Andamos en el vacío. Y esto apunta a la cuestión de Dios, el único que puede armonizar las diversidades que cada uno conlleva, y paliar los abollamientos y abombaduras que nos demadejan a lo largo de la vida. Dios ya no es salvador (sóter), sino que es considerado como retador implacable de nuestros límites de libertad, confundidos en arbitrarios. Yo mismo soy mi salvador: me sobro es la suprema aspiración.

Esta situación nos hace estar permanentemente en disgusto. Querer ser yo mismo es la máxima aspiración de nosotros: estar en lo mío; ir a mi avío; que no me molesten ni inquieran; en definitiva, que me dejen en paz. Pensamos en el propio «bienestar» como ausencia de complicaciones y autocomplacencia de querer hacer lo que realmente me venga en gana, sin compromisos, ni responsabilidades, ni pesares. Estar «liberado»: lo demás me importa una higa.

En esta situación, la persona enredada por el virus del egotismo no se da cuenta de que precisamente su permanente enfado, que mantiene y sostiene con su entorno, no es más que la respuesta destemplada a la ruptura de su relación filial con Dios, al deseo de autoafirmación frente a Él. Ni siquiera es necesario negarlo; basta simplemente con ignorarlo. Pero el precio es muy elevado: no hay redención, no hay puesta de pie, se vive de rodillas, prosternado a los ídolos del consumo y del éxito que marchitan inexorablemente nuestra vida, un día sí y otro también.

Dice Agustín de Hipona que «la carga de Cristo es tan leve que levanta; no serás oprimido por ella o con ella, pero no te levantarás sin ella». Ciertamente, las alas de la aves «pesan»; y si las cortáramos lo podríamos comprobar en una balanza. Sin embargo, sin ellas, no se elevarían los pájaros que quedarían atrapados en tierra, en el barrizal, a merced del depredador de turno. Hoy se nos va la vida en mil cosas anodinas, en tonterías de vanidad pueril: a la vista está en los medios de comunicación y redes sociales. Y lo importante queda para más adelante. Pascal lo resumía con una frase agustiniana: Dios ha prometido conceder el perdón, al instante, a quién se lo pide; pero no ha prometido el día de mañana al perezoso. Ahora que se aproxima la semana santa, puede ser oportuno leer el Evangelio de san Marcos: hechos, con apenas palabras. Es un relato corto, que no lleva más de media hora leerlo; pero contiene los suficientes elementos para pensar y poner punto final a la deriva vital.