Es conveniente partir de la evidencia histórica de que hasta la fecha ningún Estado ha conseguido controlar la emigración o la inmigración. Cuando en una región, en un estado, o en un continente, los ciudadanos sufren hambrunas, persecuciones por razones políticas, étnicas, o religiosas, o crisis económicas o de otra naturaleza, los más afectados y arrojados, si pueden, huyen de sus regiones, estados o continentes. La historia de la Humanidad se podría escribir teniendo en cuenta las corrientes migratorias habidas desde tiempos remotos.

Ni siquiera es posible contener los flujos migratorios en nuestros días, con los medios y tecnologías sofisticadas de que disponen los estados más avanzados. No lo está consiguiendo EE.UU., ni lo conseguirá, por muchos muros que siga construyendo en su frontera con México. Europa tampoco logrará contener la inmigración de los africanos, asiáticos o latinoamericanos si los Estados de los que huyen siguen siendo fallidos, corruptos o inseguros.

EE.UU. y la Unión Europea son las regiones del mundo en que se dan los factores que son imprescindibles para atraer a los inmigrantes: son las regiones con mayor bienestar; y en las que en mayor medida se respetan los derechos fundamentales y libertades públicas. Aunque en el caso de EE.UU. la seguridad, o la ausencia de seguridad, sea su talón de Aquiles. Los inmigrantes no se dirigen, salvo excepciones, a países pobres, que a menudo coinciden con los que no respetan los derechos fundamentales, y mucho menos se dirigen por propia voluntad a países que ni son prósperos ni son respetuosos con los derechos fundamentales. Millones de mexicanos han emigrado en los últimos decenios a EE.UU. Miles de centroamericanos pretenden, en nuestros días, entrar en EE.UU. Los países limítrofes con Siria, particularmente Turquía y Jordania, han tenido que crear enormes campos de refugiados pese al flujo migratorio hacia Europa. Más recientemente, la persecución étnico-religiosa es la causa de los huidos de Birmania. Varios millones de venezolanos no han tenido más remedio que huir de su país, arruinado por el chavismo-madurismo. Además, existe una huida silenciosa de hombres, mujeres y niños de otros muchos estados fallidos, en particular centro africanos, o grandes concentraciones de refugiados en distintos puntos del planeta.

Si aceptamos esta evidencia, es decir, si llegamos a la conclusión de que no hay muro que pueda impedir la emigración o la inmigración, lo que debemos hacer es convertir la evidencia en ventaja. Así lo ha hecho la Alemania de Merkel, que es el Estado de la Unión que ha acogido más inmigrantes en los últimos años, más de un millón, aunque gran parte de su población no haya entendido el acierto de dicha política migratoria que ha creado una división considerable en la población alemana, que se ha visto reflejada en la fragmentación del parlamento federal alemán, y más recientemente en la fragmentación del parlamento de Baviera. El caso es que la mayoría del más de un millón de inmigrantes que Alemania ha recibido en poco más de un año ha encontrado trabajo y contribuyen y contribuirán a que Alemania siga siendo una gran potencia económica en el presente y el futuro.

Si nos centramos en España hay que decir que para nosotros el problema no es la inmigración sino nuestra incapacidad para acoger a los inmigrantes, más allá de la demagogia de muchos alcaldes o de los gobiernos Central y Autonómicos. Lo hemos comprobado a propósito de la incapacidad de las Comunidades Autónomas y Ayuntamientos, en particular los que hasta hace poco exhibían carteles de bienvenida a los huidos-refugiados, para acoger de manera adecuada a unos pocos miles de niños-inmigrantes no acompañados por sus padres.

Todavía tenemos en España algo más de tres millones de parados y miles de jóvenes desplazados a otros países. Es decir, ni los poderes públicos ni la sociedad civil son capaces de dar empleo a los todos españoles. Y no estamos preparados para dar a los inmigrantes un techo digno para vivir, o para enseñarles nuestra lengua, o para instruirles en un oficio que les permita llevar una vida digna. ¿O, acaso creemos que van a venir a Europa profesionales de alto nivel: inmigrantes con un pan debajo del brazo? Si queremos que los inmigrantes contribuyan en un futuro próximo al bienestar de nuestro país será necesario que invirtamos en ellos. Pero invertir en los inmigrantes no debe confundirse con explotarlos, como si se trataran de una mercancía. El pueblo El Ejido es un ejemplo paradigmático de cómo se trata a los inmigrantes como seres infrahumanos a los que se permite que vivan en condiciones miserables, sin que las Administraciones públicas hagan nada por evitarlo. Y se trata solo de uno de los muchos ejemplos que podrían ponerse en España, y en la mayoría de Estados miembros de la Unión Europea.

Nuestra incapacidad para acoger a los inmigrantes ha convertido nuestro país en un territorio de paso hacia otros Estados europeos en que los inmigrantes pueden encontrar empleo. Y esa circunstancia ha determinado que el Gobierno francés haya comenzado a practicar controles en su frontera con España, por considerar que las autoridades españolas están incumpliendo sus compromisos europeos en materia de inmigración. Los alegatos de numerosos políticos españoles, que utilizan la inmigración como dardos envenenados de unos contra otros, solo conducen a una mayor fragmentación de nuestra sociedad. No hemos oído ni leído soluciones al problema que tenemos, pues no pueden aceptarse como soluciones, ni poner muros al estilo norteamericano, ni facilitar el paso hacia otros Estados europeos, ni ser un país de acogida sin instrumentar sistemas de integración de los inmigrantes en nuestra sociedad.

Si los políticos españoles están huérfanos de ideas, otro tanto sucede con los políticos europeos. La inmigración está actuando como un cáncer que tensiona y fragmenta la mayoría de las sociedades europeas, no solo a la alemana. La ausencia de una política clara nos debilita a los europeos y está siendo aprovechado por populistas y por mafias que organizan el flujo de emigrantes hacia Europa. La política migratoria tiene que ser, necesariamente, una política de la Unión Europea que impida que algunos políticos europeos irresponsables alarmen a la población. Una política europea que exige una financiación considerable y una normativa clara para los europeos y para los inmigrantes, pues los Estados de la Unión tienen que situar en un equilibrio estimable la defensa de las fronteras con la integración de los inmigrantes, de todo punto necesarios para que Europa sobreviva. Cómo es posible, nos preguntamos, que no se difunda, teniendo en cuenta la pirámide de población en Europa, que sin una fuerte inmigración podemos entrar en una crisis social y económica de consecuencias dramáticas. Basta recordar que España es el país de la Unión Europea en el que menos se incrementa la natalidad, solo por delante de Malta.

En el mundo globalizado en que vivimos, los europeos no somos ajenos completamente a las desgracias que suceden en África o en Oriente medio. No hemos comprendido que en nuestro mundo hasta los ciudadanos que viven en lugares más remotos saben donde está la prosperidad y donde la miseria. La política migratoria tiene que presentar dos caras, una interior hacia los inmigrantes que ya viven en Europa y que seguirán llegando, y otra externa mediante políticas de cooperación con los países originarios de los inmigrantes. Y hay que insistir en la necesidad de dedicar importantes recursos financieros y de administrarlos correctamente, pues resulta evidente que el esfuerzo que la Unión Europea y los Estados miembros dedican a la cooperación internacional no está produciendo los resultados que deberían esperarse.

La inmigración no es el problema, al contrario, la mirada más benévola a nuestra demografía exige que incorporemos algunos millones de personas a nuestra sociedad para, sencillamente, al margen de cualquier buenismo, garantizar el funcionamiento, el progreso y el bienestar de los ciudadanos españoles.